Capítulo 18:
La cabaña estaba fría, pero sus cuerpos habían encendido una llama que ningún invierno lograría apagar.
Kael la sostuvo contra sí con una mezcla de ternura y urgencia, como si el tiempo fuera un hilo fino que cualquier movimiento podía cortar. La nieve golpeaba la ventana en golpes tranquilos, como un tic-tac que marcaba la cuenta regresiva de aquella noche.
—No quiero separarme de ti —murmuró Astrid, apoyando la frente en el pecho de él.
Kael aspiró su cabello, como si quisiera grabar ese olor en la piel para siempre.
Se miraron durante un largo segundo. Sus manos se buscaron; sus dedos se entrelazaron con la naturalidad de quien vuelve a casa.
Él la besó, primero suave, luego más profundo, con esa hambre contenida que no había mostrado ante nadie. Fue un beso que hablaba de promesas, de miedo y de consignas olvidadas. Kael la sostuvo con fuerza, recorriendo su rostro con la palma, besando su frente, sus párpados, robándole el aliento.
—Vete —susurró él al separarse apenas—. Vuelve. Habla con tu padre. Haz que firme la paz.
Ella negó con la cabeza, los ojos húmedos.
—No podría pedirte que corrieras ese riesgo —dijo, la voz quebrada—. No quiero que mueras por mi culpa.
Él la miró con una claridad que la dejó sin palabras.
—He decidido —contestó—. No temo morir. Pero temo no haberte visto. No quiero que te alejes y que yo nunca te vuelva a abrazar. Ve. Y vuelve. —La besó una vez más, lento, como sellando un juramento—. Regresa.
Astrid sintió su corazón apretarse. Se aferró a él, como si quisiera fundirse con su cuerpo y quedarse allí para siempre. Finalmente, con manos que temblaban, se separaron.
Kael la acompañó hasta el borde del claro; ella montó en su yegua. Antes de partir, él la tomó de la cara y la miró con una intensidad brutal.
—Vuelve —repitió, y su voz fue más un mandato apasionado que una súplica—. Y si no vuelves… que el destino me juzgue.
Ella asintió, con la determinación mezclada con lágrimas, y galopó hacia la entrada secreta que Ingrid le había indicado. Kael la observó partir hasta que la silueta de la princesa desapareció entre los árboles. Entonces se dio la vuelta y quedó solo, con la noche y su decisión clavadas en el alma.
La entrada secreta crujió bajo sus manos. Astrid recorrió los pasillos conocidos en sombras, con el corazón martillando contra las costillas. Subió a sus aposentos y cerró la puerta detrás de sí. Se despojó de las ropas sencillas que había llevado para el camino; al mirarse en el espejo del tocador, la melancolía le devolvió una mujer distinta: una heredera, una cómplice de la paz, una extranjera en su propio hogar.
Se envolvió en la seda que le habían dejado —la ropa que la hacía parecer la princesa que todo el reino esperaba— y dio vueltas por la cámara, ensayando las palabras que diría ante su padre. Cada frase le quemaba la garganta. Se dejó caer sobre un sillón junto a la ventana, observando la luna que se alzaba sobre las torres.
Las palabras de Kael resonaron en su cabeza con la nitidez de una espada: “Habla con tu padre. Haz que firme el edicto de paz.”
También la verdad de su clan, la mirada de Ingrid, las manos heridas de los suyos. Todo giraba en su pecho hasta que la valentía—esa que no había necesitado en los salones del castillo—la invadió.
Se levantó. Fue a la sala del trono sin convocar a nadie y lo encontró allí, como siempre, imponente en su silla de hierro, con la presencia de un hombre que no toleraba la debilidad. El rey se volvió al verla y su rostro transmutó en la mezcla habitual de orgullo y alivio.
—Hija mía —dijo, poniéndose en pie con esa falsa ternura que ya conocía—. Has vuelto. Qué dicha.
Astrid no vaciló. Sus manos estaban frías pero la voz firme. Se acercó al estrado, y la sala pareció encogerse a su alrededor hasta quedar solo la distancia entre padre e hija.
—Padre —comenzó, y su voz, aunque temblorosa, fue clara—. No quiero seguir viendo tus manos manchadas de sangre.
El rey frunció el ceño, sorprendido por la franqueza.
—¿De qué hablas, Astrid?
—Lo sé todo —dijo ella, clavando la mirada en los ojos que le habían dado la vida—. Sé de las aldeas arrasadas, de las familias destruidas en nombre de tu gloria. Creí en ti. Creí en la justicia que prometías. Pero ya no puedo fingir que no veo la verdad.
El silencio invadió el salón. Los nobles que estaban presentes contuvieron el aliento; algunos intercambiaron miradas incómodas. El rey dio un paso adelante, la intención de reconfortarla evidente en sus gestos.
—Hija, yo lo hice por el bien del reino.
Astrid retrocedió y apartó la mano que él tendió a su mejilla. Las lágrimas brotaron, ardientes y sinceras.
—¿Qué diría mi madre, si aún viviera? ¿Esto es la paz por la que juraste? —sus palabras eran cuchillos—. Si realmente me amaras, si ese amor que proclamas fuera más que un estandarte, bajarías las espadas y tomarías la pluma para firmar un edicto que ponga fin a esto.
El rey la miró con algo parecido a un destello en los ojos: rabia, sí, pero también una pena orgullosa. No había en él la intención de retroceder. La guerra ya le había dado razones para existir: poder, control, venganza. Aceptar la paz era admitir que parte de su imperio estaba construido sobre mentiras.
—No podrás convencerme —dijo finalmente, la voz dura—. He forjado este camino con sangre porque era necesario. No renunciaré ahora.
La respuesta cayó sobre Astrid como un golpe. Sintió el mundo oscilar. Una tristeza tan profunda que le dolía la garganta. Había venido con esperanza; la misma esperanza que ahora se quebraba.
—Entonces lo siento de nuevo, padre —susurró, dándose media vuelta—. Lo siento por tener que elegir, pero no puedo ser cómplice de esto.
Se retiró a sus habitaciones con pasos que resonaban como un funeral. Cerró la puerta y se dejó caer en el lecho. Lloró como no lo había hecho en años: por la traición, por Kael, por la gente que seguramente sufriría si su padre no cambiaba. Lloró también por sí misma: por la corona que le sería entregada algún día y que ahora veía manchada de muerte.