Entre acero y destino.

La reina del amanecer.

Capítulo 20:

El gran salón del trono se encontraba envuelto en un silencio solemne. Las antorchas iluminaban los muros de piedra, reflejando destellos dorados sobre los tapices que contaban la historia del reino. El aire olía a incienso, a solemnidad y a un luto que aún no se disipaba.

En el centro del recinto, Astrid avanzaba con pasos firmes, vestida con un manto blanco y una capa azul real que rozaba el suelo. Su cabello dorado caía suelto sobre los hombros, y su mirada, aunque serena, dejaba entrever una tristeza que no podía ocultar.

Cada paso que daba resonaba como un eco en el alma de quienes la observaban. Los nobles inclinaban la cabeza con respeto; el pueblo, reunido en los balcones y pasillos, murmuraba su nombre con devoción. Era la hija del rey, la última heredera, la promesa de un nuevo comienzo.

El sumo sacerdote, con la corona entre las manos, se acercó al estrado. Su voz resonó profunda y solemne:

—Por voluntad del Consejo y por derecho de sangre, hoy coronamos a Astrid, hija nuestro fallecido rey, como legítima soberana del Reino del Norte.

El sacerdote levantó la corona, bañada por la luz de las antorchas, y la colocó con suavidad sobre la cabeza inclinada de Astrid. En ese instante, el silencio se volvió casi sagrado. Las campanas comenzaron a sonar, los estandartes ondearon, y una voz se alzó entre la multitud:

—¡Viva la Reina Astrid!

El clamor del pueblo llenó el aire. Astrid levantó lentamente la vista, con lágrimas contenidas que brillaban en sus ojos azules. Pero en su interior, el eco del pasado pesaba más que los vítores del presente. Sentía el vacío del trono a su espalda y el eco de la voz de su padre todavía viva en su memoria.

Cuando alzó la mano para hablar, la multitud se aquietó. Su voz, dulce pero firme, se extendió por todo el salón:

—Desde hoy, este reino no alzará más la espada contra inocentes. La guerra ha dejado cicatrices profundas en nuestras tierras y en nuestros corazones, y no deseo que sigamos derramando sangre por orgullo o venganza. —Hizo una pausa, mirando hacia el cielo a través de los ventanales del salón—. La espada del reino no se levantará más para herir, sino para proteger. Mi reinado no será de hierro ni de fuego, sino de paz.

El eco de sus palabras se expandió como una promesa. Los presentes inclinaron la cabeza, algunos con esperanza, otros con incredulidad. Astrid descendió los escalones del estrado y tomó una pluma dorada. Frente a ella, sobre un pergamino sellado con el emblema del reino, firmó el Edicto de Paz. Su mano temblaba, no por miedo, sino por la magnitud de lo que acababa de sellar.

Cuando el sello real marcó el documento, un nuevo capítulo comenzó para su pueblo… y para su propia alma.

Esa tarde, el cielo se tiñó de tonos dorados y rojizos. Astrid montó su yegua blanca, vestida aún con su capa azul y la corona resplandeciendo sobre su cabeza. Los guardias intentaron detenerla, pero ella los miró con autoridad y dijo con voz suave pero inquebrantable:

—La Reina del Norte tiene un asunto pendiente con el corazón del reino.

Salió galopando por los campos, dejando atrás el castillo, los muros y el peso del trono. El viento agitaba su cabello mientras cruzaba los valles hacia las tierras del clan de Kael. Su corazón latía con fuerza, entre la culpa y la necesidad de redención.

Al llegar al límite del bosque, divisó a lo lejos a Kael. Estaba de pie, con el arco colgado a la espalda, mirándola como si el tiempo se hubiera detenido. Cuando la vio acercarse, comprendió sin que ella dijera una sola palabra.

Astrid detuvo la yegua y bajó apresuradamente, corriendo hacia él. La corona brillaba bajo la luz del atardecer, pero en su rostro no había soberbia, sino dolor.

Kael abrió los brazos y ella se lanzó a ellos con fuerza, aferrándose como una niña que busca refugio. Lloró contra su pecho, el llanto que había contenido durante días, el llanto de una hija, de una reina, de una mujer que había perdido a su padre para salvar a su pueblo.

Kael la abrazó en silencio, con ternura infinita. Sabía lo que había hecho. Sabía el precio que había pagado por la paz. Sus manos acariciaron su espalda y su cabello, sin palabras, porque no había consuelo suficiente.

El viento susurró entre los árboles, y el silencio del bosque se volvió un manto de respeto.

Astrid alzó la vista, con los ojos aún húmedos, y Kael la miró con la devoción de quien entiende la grandeza del sacrificio.

—Hiciste lo que debía hacerse —murmuró él, con voz grave—. Y aunque te duela, el reino recordará tu nombre como el de la reina que cambió la historia.

Astrid apoyó su frente en la de él, cerrando los ojos, dejando que el calor de sus brazos le devolviera un respiro de vida.

En ese instante, con la corona aún sobre su cabeza y el corazón roto, comprendió que la paz siempre tiene un precio, y que su destino, aunque marcado por la pérdida, había nacido del amor.

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Mi Astrid valiente, yo siento que ella quería otra forma, de hecho buscó otras alternativas, pero si padre no quería aceptarlas, pero a la vez me siento bien porque aunque es triste que haya hecho eso, finalmente encontraron paz que era lo que todos querían y lo mejor de todo es que porfinnnn podrá estar con mi Kael lindo y precioso jeje los amo me encantan estos dos, que vivan los novios jajaja y ustedes que opinan, les pareció radical la decisión de Astrid que hubieran hecho en su lugar, pues supongamos que tienen peso en sus hombros? Jeje vamos a ponernos en los zapatos de Astrid y opinar que hubiéramos hecho en su lugar.




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