Entre acero y destino.

Epílogo

Epílogo: La canción del norte

El tiempo había pasado, y la nieve ya no traía consigo los ecos de la guerra, sino el suave silencio de la paz. El reino del Norte florecía bajo el reinado de Astrid y Kael, quienes gobernaban con sabiduría, justicia y amor. Las aldeas crecían, las risas de los niños resonaban entre los valles, y los ríos volvían a correr claros, sin la mancha del dolor.

En el corazón del palacio, una luz cálida iluminaba la habitación real. Astrid estaba recostada sobre la cama, con su hijo y su hija acurrucados a cada lado. El pequeño príncipe, de ojos azules como el hielo y cabello oscuro como las noches del norte, escuchaba atento. Su hermana, de rizos dorados y mirada dulce, tenía la cabeza apoyada sobre el pecho de su madre.

—¿Y entonces qué pasó, mamá? —preguntó la niña con voz curiosa.

Astrid sonrió con ternura, acariciándole el cabello.

—Entonces, el reino cambió —respondió suavemente—. Las espadas fueron guardadas, los corazones se sanaron, y el Norte volvió a respirar sin miedo. La paz, mis pequeños, no se conquista con fuerza… sino con amor y esperanza.

—¿Y tú eras esa reina? —preguntó el niño con una sonrisa pícara.

Ella soltó una leve risa.

—Tal vez… —dijo, fingiendo misterio—. Pero lo importante no es quién fue la reina, sino lo que aprendió: que los corazones más valientes no son los que empuñan una espada, sino los que se atreven a perdonar.

En ese momento, la puerta se abrió suavemente. Kael entró, con su andar sereno y su sonrisa que aún, después de los años, seguía derritiendo el alma de Astrid.

—¿Aún no duermen nuestros guerreros? —preguntó con tono cariñoso.

La niña se incorporó con entusiasmo.

—¡Papá! Cántale a mamá esa canción que siempre le cantas —pidió con dulzura.

Kael sonrió, caminando despacio hacia la cama. Se sentó al filo, junto a Astrid, y los niños se acomodaron entre ambos. Su voz ronca y profunda llenó la habitación con una melodía suave, una canción antigua del norte. Era la misma que un día le había cantado a Astrid bajo la luna.

Las notas parecían flotar en el aire, como un arrullo que envolvía el alma. Cuando la canción terminó, la pequeña princesa suspiró.

—Es muy bella, papá… suena como si contara un cuento de amor —dijo, soñolienta.

—Y lo hace —respondió él con una sonrisa—. Habla de un amor que venció la guerra.

Los niños se acurrucaron, rendidos al sueño. Astrid los besó en la frente con ternura, cubriéndolos con las mantas. El silencio llenó la habitación, roto solo por el suave crujir del fuego en la chimenea.

Kael se levantó y rodeó a Astrid por detrás, abrazándola con fuerza. Ella apoyó sus manos sobre las suyas y ambos se quedaron mirando por la ventana. La luna, redonda y brillante, colgaba sobre las montañas nevadas.

Kael acercó sus labios a su oído y comenzó a cantarle, muy bajo, apenas un susurro.

Astrid cerró los ojos, dejando que aquella voz la envolviera como una promesa eterna.

—Kael… —susurró ella, girándose para mirarlo—. Esa canción siempre me hace sentir que el tiempo se detiene.

Él la miró con dulzura, apartando un mechón de su rostro. Sus dedos rozaron su mejilla con la delicadeza de quien toca algo sagrado.

—Porque el tiempo se detiene cuando te miro —murmuró él.

Astrid sonrió, y sus ojos brillaron con lágrimas de amor.

Kael le dijo entonces un poema en su lengua nórdica, cada palabra pronunciada con reverencia, como si fuera un conjuro:

“Einn eldr í hjarta,

sem engin sverð né logi brenna.

Þar sem þú ert,

þar er mitt heim.”

Astrid lo miró, fascinada, sin entender del todo.

—Siempre me lo dices, Kael… pero nunca me has revelado su significado —dijo sonriendo.

Él bajó la cabeza suavemente, sus ojos fijos en los de ella.

—Significa: “Hay un fuego en mi corazón que ninguna espada ni llama puede destruir. Donde tú estés, ahí está mi hogar.”

Astrid sonrió, conmovida. Las lágrimas le resbalaron por las mejillas, pero no de tristeza, sino de esa plenitud que solo el amor verdadero puede dar.

—Entonces este reino siempre tendrá fuego —susurró ella—, mientras nuestro amor viva.

Kael la besó con ternura, un beso lento, eterno.

Luego la abrazó desde atrás mientras ambos miraban la luna. Él volvió a cantarle al oído, en voz baja, esa canción que había nacido entre la nieve y el destino.

Y así, entre la melodía del amor, el silencio de la noche y el brillo de la luna del norte, la historia de Astrid y Kael llegó a su final.

Un final donde no hubo guerras, ni coronas, ni heridas…

Solo dos almas que se amaron más allá del tiempo, dejando un legado de paz y esperanza que viviría por generaciones.

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No me lo pidieron, pero aquí está jeje ya ahora si digo que oficialmente hemos terminado con esta hermosa historia y estoy agradecida con cada una de ustedes que se tomó el tiempo para leerla de verdad gracias mis bellas, espero les haya gustado tanto como a mi y bueno, nos leemos en la próxima historia. Espero dejen sus comentarios sobre que les pareció la historia, las quiero y les mando besos y abrazos. Chaito...




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