Entre Balas Y Besos

CAPÍTULO III

De repente, la puerta de la camioneta se abrió y uno de sus propios hombres salió, con una sonrisa traviesa en su rostro. La tensión en el aire se rompió de golpe.

—¡Sorpresa! —gritó el hombre, riéndose—. ¡Solo estaba probando los frenos!

La furia de Gio fue instantánea. Sus ojos se encendieron con una ira feroz.

—Uccidete questo maledetto! —gritó en italiano, su voz resonando con autoridad y rabia.

Luego, cambiando al español, continuó con igual intensidad:

—¡Sabe lo que estamos viviendo y cree que es un juego!

Los hombres de Gio, aún tensos por la falsa alarma, miraron al bromista con desprecio y sin perder tiempo, se lanzaron sobre él. La noche, que había estado al borde de un enfrentamiento mortal, volvió a sumirse en un silencio ominoso, pero la lección había sido clara: no había lugar para las bromas en tiempos de guerra. Gio guardó su pistola, todavía enfadado, y se volvió hacia Carlo y Matteo.

—Volvamos al trabajo. No tenemos tiempo para estas estupideces —dijo.

Después de la conmoción, Gio se dirigió de regreso a su apartamento, tratando de calmar la furia que aún ardía en su interior. Al llegar, se desvistió de la parte superior de su ropa, dejando al descubierto su torso musculoso y marcado por cicatrices de batallas pasadas. Se acomodó en su lujosa cama, tomando un momento para respirar profundamente antes de tomar su teléfono y marcar el número de Isabella.

La llamada fue respondida después de unos pocos tonos.

—¿Qué llevas puesto? —preguntó Gio, su voz baja y cargada de una mezcla de autoridad y deseo.

Isabella, al reconocer inmediatamente la voz de Gio, sintió un escalofrío recorrer su columna. Sin pensarlo demasiado, respondió con un tono suave pero ligeramente nervioso.

—Pijama.

Isabella se encontraba en su apartamento, con la luz tenue de una lámpara iluminando suavemente su figura. Llevaba una pijama de satén rojo, el material suave y brillante adherido a su piel. La parte superior era una camisa de tirantes con un escote profundo, que dejaba al descubierto su delicado cuello y una insinuación de su escote. La tela caía suavemente sobre sus curvas, acentuando su figura de una manera sutil pero extremadamente atractiva.

Los pantalones de pijama eran ajustados en las caderas y se deslizaban con elegancia hasta sus tobillos, permitiendo que cada movimiento suyo fuera una sinfonía de gracia y sensualidad. El satén reflejaba la luz de una manera que hacía que cada contorno de su cuerpo se destacara, creando una imagen que era tan seductora como hipnotizante.

Gio, imaginando la escena en su mente, sintió un deseo intenso que amenazaba con consumirlo.

—Quiero verte, Isabella —dijo, su voz un susurro profundo y magnético—. Te llamaré pronto.

Isabella, aún con el teléfono en la mano, sintió su corazón latir con fuerza. La noche estaba llena de promesas y peligros, y en ese momento, no podía evitar sentirse atraída por el misterio y la intensidad de Gio.

Después de terminar la llamada con Isabella, Gio respiró hondo y marcó el número de Carlo. La línea sonó brevemente antes de que Carlo contestara, su voz ronca y algo somnolienta.

—¿Qué pasa, Gio? —preguntó Carlo, anticipando que la conversación no sería trivial.

—Quiero que hagas algo mañana —dijo Gio, su tono inquebrantable.

Carlo suspiró, reconociendo la seriedad en la voz de su jefe.

—¿Qué necesitas que haga?

—Quiero que secuestres a Isabella y la lleves al edificio que tenemos fuera de la ciudad —respondió Gio con firmeza.

Carlo hizo una pausa, claramente sorprendido por la orden.

—¿Otra vez con tus juegos, Gio? —dijo con una mezcla de preocupación y desaprobación—. Has tenido suerte con las mujeres a las que les has hecho esto, pero deberías parar.

Gio ignoró el comentario de Carlo, su mente ya decidida.

—A la hora de siempre, Carlo. Espérame allí —ordenó antes de colgar la llamada.

Carlo suspiró profundamente al otro lado de la línea, sabiendo que no había espacio para discutir con Gio cuando él había tomado una decisión. La noche se volvía cada vez más complicada, y aunque Carlo tenía sus reservas, sabía que debía cumplir las órdenes de su jefe.

Al día siguiente, Carlo se levantó temprano, preparándose para cumplir la orden de Gio. Junto a cuatro de sus hombres, alistó una camioneta negra con los vidrios oscuros, perfecta para mantener su operación en secreto. Sabía que la tarea que le habían encomendado no sería sencilla, pero la lealtad a Gio lo impulsaba a seguir adelante.

Isabella salió de su casa esa mañana, sin sospechar el peligro que acechaba. Pasó el día con su mejor amiga, disfrutando de la compañía y la despreocupación de una tarde tranquila. Carlo y sus hombres los siguieron discretamente, esperando el momento adecuado para actuar.

Finalmente, cuando Isabella y su amiga se despidieron y esta última llegó a su casa, Carlo supo que era el momento. No podían dejar cabos sueltos, y esperar hasta que Isabella estuviera sola era crucial para evitar complicaciones. La camioneta negra se deslizó silenciosamente por la calle, deteniéndose cerca de Isabella.

Con precisión y rapidez, Carlo y sus hombres la secuestraron, cubriéndole la boca para que no pudiera gritar. Isabella luchó, pero su resistencia fue en vano. En cuestión de minutos, estaba dentro de la camioneta, y el vehículo se dirigía a gran velocidad hacia el edificio fuera de la ciudad.

Al llegar, la llevaron a una sala especialmente preparada. Carlo sabía que Gio tenía un plan en mente, pero la naturaleza de este plan le preocupaba. Ataron a Isabella de manos y pies en una posición deliberadamente vergonzosa, con las piernas abiertas y los brazos atados por detrás de una silla. Esta posición esculpía la curva de sus senos y mostraba lo que había debajo de su falda, aumentando su vulnerabilidad.




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