Entre Balas Y Besos

CAPÍTULO IV

No duraron mucho en el hotel. Solo unos minutos fueron suficientes para que Gio elogiara las curvas de Isabella, haciendo que sus mejillas se tiñeran de un intenso rojo. Se acercó lentamente, sus ojos recorriendo cada detalle de su figura mientras ella, atrapada entre el miedo y la admiración, quedaba inmóvil.

—Tienes un cuerpo hermoso, Isabella —murmuró Gio, su voz un susurro cargado de deseo.

Isabella sintió un escalofrío recorrer su espalda mientras Gio acariciaba su cara lentamente, sus dedos rozando suavemente su piel. La intensidad de su mirada la dejó helada, y aunque quería moverse, sus piernas no respondían. Sus ojos estaban fijos en los de Gio, y su corazón latía con una mezcla de terror y fascinación.

Gio siguió acercándose, sus labios a solo unos centímetros de los de ella. Isabella apenas podía respirar, la cercanía y el calor de su cuerpo haciendo que el tiempo se detuviera. Justo cuando sus labios estaban a punto de encontrarse, el teléfono de Gio sonó abruptamente, rompiendo el hechizo.

Gio frunció el ceño, claramente irritado, pero sacó el teléfono y vio que era su hermano. Con una última mirada intensa a Isabella, contestó la llamada.

—¿Qué pasa? —dijo Gio, su voz ahora más fría y distante.

Del otro lado de la línea, su hermano habló rápidamente, su tono urgente. Gio escuchó atentamente, su expresión endureciéndose con cada palabra.

—Entiendo. Estaré allí en veinte minutos —respondió Gio finalmente, colgando la llamada.

Se volvió hacia Isabella, su rostro aún serio pero con un destello de ternura en sus ojos.

—Tengo que irme, pero esto no ha terminado —dijo, acariciando suavemente su mejilla una vez más—. Te veré pronto.

Isabella asintió, todavía aturdida por lo que había pasado y lo que casi sucedía. Gio se apartó, dejándola sola en la habitación. Mientras salía, dio instrucciones a uno de sus hombres que la esperaban afuera para que la llevaran a casa de manera segura y para que su vigilancia continuara desde las sombras, sin interferencias.

La puerta se cerró detrás de él, y Isabella, con el corazón todavía acelerado, se dejó caer en una silla, tratando de procesar la mezcla de emociones que Gio había despertado en ella.

Cuando Gio llegó al lugar acordado, sus hombres lo recibieron con rostros sombríos. Carlo y su hermano, Matteo, se adelantaron para darle las noticias.

—Gio, tenemos un problema —dijo Carlo, su voz tensa—. Algunos de nuestros hombres han sido acribillados.

Gio frunció el ceño, su expresión oscureciéndose.

—¿Quién fue? —preguntó, aunque ya tenía una sospecha.

—Aparentemente fueron los hombres de Johnson —respondió Matteo, su tono grave—. Fue en una pelea por nuestro territorio.

Gio se quedó en silencio por un momento, sus ojos llenos de furia y determinación. Luego, levantó la cabeza, su mirada helada y decidida.

—Prepárense —ordenó, su voz firme y llena de autoridad—. Las calles de Nueva York están en guerra. Nadie mata a mis hombres y se sale con la suya.

Carlo y Matteo asintieron, compartiendo la misma determinación. Sabían que la guerra se avecinaba, y estarían listos para enfrentarse a cualquier amenaza que se interpusiera en su camino. Gio, con su pistola calibre .45 tallada en oro firmemente sujeta, lideraría a sus hombres en una batalla por el control y la venganza.

La tensión en el aire era palpable mientras Gio y sus hombres se preparaban para la inevitable confrontación. Con una precisión militar, todos se armaron hasta los dientes. Los cargadores llenos, las armas relucientes y sus rostros serios reflejaban la gravedad de la situación.

Gio, con su pistola calibre .45 tallada en oro ajustada firmemente a su cinturón, lideraba el grupo. Sus pasos eran decididos y resonaban en el silencio de la noche. A su izquierda caminaba Carlo, su mano derecha, y a su derecha, Matteo, su hermano. Detrás de ellos, una docena de hombres leales seguían, cada uno con su arma lista y la mirada fija en el objetivo.

Las calles de Nueva York, normalmente bulliciosas, estaban ahora desiertas y cargadas de una ominosa calma. La luna llena iluminaba el camino, proyectando sombras largas y amenazantes. Cada esquina, cada callejón parecía esconder un peligro inminente.

El grupo avanzaba con una precisión letal, cada hombre en su posición, cubriendo los flancos y la retaguardia. El ruido de sus botas resonaba en la noche, un presagio de la violencia que estaba por desatarse.

A medida que se acercaban al lugar donde habían matado a sus hombres, la tensión crecía. El olor a pólvora y sangre aún flotaba en el aire, mezclándose con el aroma metálico de la venganza. Los cuerpos de los caídos aún estaban allí, una visión macabra que alimentaba la furia de Gio.

Gio se detuvo, mirando el escenario de la masacre. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, ahora ardían con una furia contenida. Se agachó junto a uno de sus hombres caídos, cerrando los ojos del muerto con una mano firme.

—Nadie mata a mis hombres y se sale con la suya —murmuró, su voz baja y llena de promesas de venganza.

Carlo y Matteo se acercaron, esperando sus órdenes. Gio se levantó, su mirada recorriendo a sus hombres.

—Vamos a hacerles pagar por esto —dijo Gio, su voz firme y decidida—. No habrá piedad.

A medida que se acercaban a la ubicación donde se decía que estaban los hombres de Johnson, el ambiente se volvía más tenso con cada paso. Las luces de las farolas titilaban intermitentemente, creando sombras inquietantes que parecían moverse y observar desde los rincones oscuros.

El aire estaba cargado de una electricidad casi palpable, y cada hombre en el grupo de Gio sentía el peso de lo que estaba por venir. Las miradas eran furtivas, los músculos tensos, y los dedos reposaban cerca del gatillo, listos para disparar en cualquier momento. El silencio era absoluto, roto solo por el ocasional susurro del viento y el eco distante de la ciudad que parecía ajena a la inminente violencia.




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