Entre besos y disparos

Prefacio

La descarga de energía en mi cuerpo me nubló la visión. El bosque estaba en tinieblas, pero para mí el escenario estaba teñido de color rojo; un color que me encolerizaba más. No había nada más en aquel bosque que el traidor y yo. El traidor que intentó matarla...

Descargué toda mi energía en ese tipo, lanzando repetidos golpes a su maldita cara. El tipo peleaba, respondiendo a cada golpe que le propinaba, pero a medida que mi puño impactaba en su rostro, su agarre perdía fuerza y sus ojos se desenfocaban. Pateé su rodilla y el maldito cayó, soltando ingeniosos insultos a los que no dudé en responder.

Coloqué mis manos en su cuello y apreté. Usé toda mi fuerza, como si mi vida dependiera de su muerte; y en parte eso era verdad. El traidor estuvo a punto de quitarme a alguien a quien quería. El único pensamiento que se repetía en mi cabeza era “Si lo mato, ella vivirá… Si lo mato, viviremos”.

Unos segundos más sin respiración y el ruso cayó inconsciente sobre las hojas. Mis manos ardían y mi ojo izquierdo estaba cegado por el golpe, pero el dolor no era importante. Me agaché y tomé de él lo más útil, necesitaba armas y municiones.

De pronto escuché la tierra y hojas crepitar.

Luisa caminaba hacia mí con una sonrisa a pesar de que su cara estaba sucia y un poco rojiza, quizá por el brusco agarre del maldito ruso...

El enojo hirvió en mí de nuevo ¡¿Por qué le ocurría esto?! ¡¿Es que no me escuchó?! No era una niña pequeña ¡Por Dios Santo! Era una adulta y hoy... estuvo a punto de... de... por poco la perdía de nuevo ¡Maldición!

Quité la mirada de ella y la fijé en el inconsciente ruso. Estaba demasiado alterado como para tratarla decentemente.

—Date vuelta.

—¿Qué?

Su estúpida pregunta me hizo enojar aún más.

— ¡No mires! —grité. Ya era demasiado tarde para calmarme.

Como me lo esperaba, Luisa no obedeció e hizo todo lo contrario a lo que le ordené.

Yo no era un tipo paciente, no repetiría las cosas dos veces...

—Si pudieras obedecer...

Mi cuerpo ya conocía el movimiento y hacerlo era tan automático como respirar. Coloqué mi pistola bajo su chaleco antibalas y disparé, recibiendo en mi mano el calor que desprendía el arma. El sonido se esparció como eco, ahuyentando a las aves de los picos de los árboles y callando al bosque entero.

Aquella noche cambiaron muchas cosas, pero el cambio más doloroso fue el que tuvo su mirada. Luisa se congeló, con sus ojos aún puestos en el ahora cadáver del ruso. Su mirada hacia mí cambió, al igual que su actitud.

"¿Qué pensaría de mí ahora?"

­—¿Qué hiciste? —preguntó con miedo.




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