Entre besos y disparos

Capítulo 3: Dulce venganza

—Mamífero roedor de cuatro letras… hum… ¡rata!

—Jason ¿podrías ocuparte de la mesa tres? Esa señora está a poco de hacernos brujería por no atenderla.

Anduve con paso apurado por el estrecho local con una bandeja de galletas de limón en las manos. Olían deliciosas y yo las había hecho. Todo el local olía delicioso. Cada esquina tenía un olor distinto y la combinación de todos los olores no resultaba en un hedor extraño. Pero el olor que ganaba y se imponía sobre los otros, era el del café. El mejor amigo de los estudiantes y enemigo de las personas con gastritis y dientes blanqueados.

Mi uniforme, que solo consistía en un jean negro y la camiseta blanca con el logo de una taza humeante, siempre quedaba impregnado con olor a café al terminar el día y eso me encantaba.

Aceleré el paso cuando la orden de la señora enojada llegó. Hice algunas muecas mientras me apuraba. El cuerpo me dolía como si hubiera estado toda la tarde en el gimnasio y ese dolor era por las horas de viaje del día anterior hacia la base aérea. Si mi cuerpo se ponía así con solo viajar, no me podía imaginar cómo quedaría cuando realmente comenzara a entrenar. ¡Necesitaría una silla de ruedas!

Atravesando la puerta de vidrio apareció Doña Clara, la dueña de la cafetería. Tenía el aspecto de actriz de novelas mexicanas cuyo papel era de la señora que se la pasaba rezando en la iglesia pidiendo por el bienestar de sus hijos. Su cabello corto y rizado combinaba con su pequeño cuerpo regordete. Cada día traía aretes o pulseras distintas que sus nietas le hacían para ella. Y por lo general traía más lápiz labial en sus dientes que en sus labios.

Y hoy no era la excepción.

—Buenos días.

“No le mires los dientes, no le mires los dientes…”

—Hola Luisa —contestó con una sonrisa. Ella me agradaba, siempre me trataba bien—. ¿En dónde se metió Jason? ¿Compró los galones de leche que le ordené?

Jason era mi compañero de trabajo. Había ingresado hace casi un año. Era el hijo de una de las amigas del curso de costura al que mi jefa asistía los martes y viernes y por hacerle un favor a su amiga, Doña Clara lo contrató.

—Pues… —miré a todas partes “¿a dónde se había ido ese muchacho?” — Creo que salió a hacer eso.

—¿Luisa cuál el símbolo químico de calcio?

Con el periódico en mano y un lápiz en la otra, Jason salió de la cocina tan campante que me entraron ganas de tirarle la batidora. ¡Había quedado como mentirosa por cubrirle!

El chico en cuestión se quedó congelado al ver a Doña Clara enfrente de él.

—Calcio… —repitió nervioso— calcio pa-para los huesos, por eso hay que beber leche pa-para…

—¡¿Todavía no la compras?! —gruñó mi jefa—. ¿Qué estás esperando muchacho? ¡Vete ya! —sus ojos rodeados por patas de gallo me enfocaron— Y tú Luisa.

—¿Yo qué?

—¿Por qué no lo mueves a este niño? Tú eres la jefa de este lugar cuando yo no estoy.

Una leve sonrisa se asomó por mis labios. Sentí como si una placa dorada y brillante bajara del cielo en medio de una luz divina y se posara en mi pecho.

La jefa Luisa. Sonaba bien, sonaba muy bien.

Doña Clara se marchó a la cocina no sin antes dirigirnos una mirada de reprimenda a los dos.

—¡Deja de hacer los crucigramas en el trabajo! —le arrebaté el periódico— Y por cierto, es Ca.

—Mañana segurito me despide.

Me dio tanta gracia su expresión asustada que solté una risa.

—¿Te parece gracioso?

—No ¿cómo crees? —contesté sarcástica. Jason me dio un leve pellizco en el cachete— No pellizques a tu jefa, respeta a tu autoridad.

Lo que dije con gran seriedad, a él le produjo una carcajada.

—Nunca entenderé la jerarquía en este lugar.

—Es fácil —dije mientras sacaba dinero de la caja registradora—. En la cima de la pirámide está Doña Clara, debajo de ella estoy yo, luego viene la cafetera y al último tú —sonreí y le entregué el dinero—. Ahora ve y compra la leche.                                                                                            

—¿Y si no hay?

—Entonces compra una vaca.

Me gustaba mi trabajo porque era sencillo, solo consistía en mantener limpio el local y preparar el café, emparedados y los postres. Además, me gustaba cocinar y al parecer a la clientela le gustaba cómo lo hacía. La paga era un poco más que el sueldo básico. No era la fortuna, pero me bastaba para lo más importante: la renta del departamento, libros y comida. Aunque tenía un respaldo, tenía una cuenta de ahorros que mi madre me había heredado antes de que falleciera. Ese dinero solo lo tocaba en emergencias por lo que aún se mantenía un buen monto.

—Luisa después del trabajo voy a salir con algunos amigos y mi novia ¿Quieres venir?

Guardé la torta mojada de delicioso chocolate y le presté atención.

—¿Qué van a hacer?

—Cine y comida mala para la salud.




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