No sentía mi cuerpo.
Sabía que estaba caminando porque veía a los autos estacionados pasar de mi vista y sentía a mi cabello moverse. Literalmente la única parte de mi cuerpo que no me palpitaba del dolor eran mis ojos, lo demás parecía que estuviera electrocutado.
Me detuve en mi caminar para recobrar fuerza y luego con mucho dolor retomé el camino hacia el salón. Detrás de mí se encontraba Kitana soltando una palabrota con cada paso que daba.
Al entrar al salón encontré a Barner ya sentado frente a su laptop y sus lentes a mitad de su nariz.
—Luisa no vayamos a los asientos de atrás. No quiero caminar más.
En otra ocasión hubiera protestado, pero el dolor de mis piernas era tanta al caminar que decidí dejar la seguridad de los asientos del fondo por la inmensa exposición de la primera fila. Kitana y yo nos dejamos caer emitiendo quejidos como un par de abuelas.
—Veo que fue tan malo para ti como para mí.
—Fue una tortura Luisa! El atrevido de Alfredo me hizo correr por la pista ¡Bajo el estúpido sol! —estiró sus brazos hacia mí con una cara de dolor—¡Mira mi piel bicolor! Estoy dos tonos más oscura que antes.
—Bueno yo no estoy quemada como tú, pero estoy tan lastimada que hasta respirar me duele.
Luego de diez minutos el salón continuaba con el mismo número de estudiantes, ante esto Barner decidió iniciar la clase.
—Bueno ¿Cómo les fue el día de ayer en la base?
Yo le dediqué una mala cara mientras algunos le respondían. ¿Es que no notaba cómo estábamos la mayoría? Caminábamos como robots y rechinábamos como muebles viejos, dejando carcoma sobre el asiento ¡Eso era suficiente como para que se diera una idea!
—Espero que se mejoren para mañana. Recuerden que las visitas son dos por semana.
Kitana y yo nos miramos buscando consuelo. No estábamos hechas para esto y aún faltaban muchos viajes hacia la base.
—Comencemos con la clase —el profesor se aclaró la garganta—. Montés por favor salga y lea la conclusión de su ensayo.
Abrí los ojos sorprendida. No porque él me haya llamado a participar ya que siempre lo hacía (me odiaba eso lo tenía claro), mi sorpresa era porque no había hecho el estúpido ensayo. ¡Lo había olvidado por completo!
La poderosísima Kitana leyó el terror en mi cara. La experiencia de haber estado a mi lado por muchos años le había dado ese superpoder. Así que se puso de pie y dijo:
—¿Puedo salir yo a leer? No estoy segura si mi trabajo está bien.
Barner se lo pensó por unos minutos mientras yo rezaba porque aceptase.
—De acuerdo, léalo en voz alta.
¡Larga vida a mi mejor amiga!
Y fue así como Kitana volvió a salvar mi día. Durante el resto de la clase Barner se olvidó de mí y también de recoger los ensayos. A las diez teníamos la siguiente clase: ética y ciudadanía, era una materia blah, pero me gustaba porque era como un receso del día. Sin embargo, el salón quedaba en el tercer piso del edificio C. Kitana y yo nos miramos con dolor y paso a pasito subimos los escalones, rebuznando como dos mulas.
Llegamos muertas al salón, topándonos con Diana, una amiga de cabello largo y lacio, lentes de marco negro y gran sonrisa. La conocimos en primer semestre cuando ella me pidió un cargador para su celular.
Diana al vernos se acercó a nosotras.
—¡Hola!
Me abrazó a mí primero y sus largos brazos me apretaron tanto que terminé gritando en su oído.
—¿Qué pasa? — dijo asustada.
—No me toques por favor.
—¿Por qué?
—Estamos rotas —Kitana contestó con tono dramático—. Adoloridas, golpeadas, ultrajadas...
—¿Dónde fue la fiesta?
Kitana le contó de nuestra desgracia mientras yo me sentaba con sumo cuidado en mi puesto. No tenía ganas de hablar ni de revivir lo horrendo que fue correr.
Hice otra mueca al caer en cuenta que mañana también tocaba tortura. Sólo esperaba poder superar el día y no decir ni actuar ridículamente otra vez. Podía seguir imaginando situaciones en las que manifestaba mi elevado coeficiente intelectual con comentarios serios y sustentados en evidencia científica por el resto de la mañana, pero en eso entró la Licenciada Emma interrumpiendo mi ensoñación.
Luego de dos horas de clases, finalmente éramos libres. Kitana me llevó a mi departamento y al entrar a mi desorganizada vivienda, caminé directamente a mi cuarto en donde Nemo, enroscado en el pijama que dejé en la mañana, me recibió con un maullido.
—Hola bebé —dije a la vez que besaba su cabecita.
Aunque ya no fuera un bebé, me gustaba llamarlo así. Ante mis ojos, seguía siendo ese sucio y pequeñito gato callejero que encontré dentro de una lata de duraznos en medio de la basura. No lo pensé mucho y lo adopté. Esa misma noche le di un baño descubriendo su peculiar gusto por el agua y al día siguiente ya le había conseguido un collar.