Entre besos y disparos

Capítulo 13: Una cita para dudar

Tuvimos que ser descubiertos por segunda ocasión, pero esta vez por Fernando (el amigable soldado que había cautivado a Kitana) para que Max y yo nos fuéramos del pasillo de las puertas. Todavía recuerdo la sonrisilla que tenía cuando pasé por su lado, con la cabeza gacha como una mocosa descubierta por su madre besuqueándose en la calle.

El día se había nublado por completo cuando dejamos el interior de la base. Ya casi no quedaban personas en la feria. En lugar de ellas, se encontraban el personal de limpieza. Algunos reclutas se habían reunido en pequeños círculos donde conversaban y emitían alaridos de risas.

—¿Quieres que te acompañe a tu casa?

—¿No te causará problemas salir de la base?

—No, no te preocupes; además es tarde, no me perdonaría el dejarte ir sola.

—De acuerdo.

Sentí un poco de miedo al caminar por los desolados pasillos de la base. Habíamos vuelto a entrar, esta vez para dirigirnos al almacén donde una vez ya había estado con mi clase limpiando los vehículos de la base.

—¿Qué hacemos aquí? —pregunté con cierto terror.

¿Yo podía estar aquí? Lo más probable era que no y alguien podría verme e informarlo a los superiores.

—Venimos por mi auto.

—Ah.

Después de pasar todos los mecanismos de seguridad, ingresamos y fuimos rodeados por los vehículos militares. Caminamos por entre los autos hasta detenernos frente a uno en específico.

—Este es —dio un leve golpe en el capó—. Es una Ford adrenaline.

La enorme camioneta roja estaba resplandeciente, limpia y esperando por nosotros. ¿El carro incluía escalera? Porque estaba segura de no alcanzar a subir con facilidad ¡La camioneta era enorme y por ende alta!

Max se dirigió hacia la puerta del copiloto y la mantuvo abierta hasta que, con un brinco, entré. Una vez acomodada con el cinturón de seguridad, miré a Max. Él llevó su mano hacia mi cachete. “¡Me va a besar! ¡Sí!” pensé, pero no era eso. Apoyado en el marco de la puerta del copiloto, Max acomodó mi arete. El condenado le había dado por jugar con mi cabello y quedar enredado.

—Tu arete se había… —comenzó a decir.

—Sí, le gusta hacer eso.

Emitió una baja risa. Sin un previo aviso se inclinó a mí. Max comenzó el beso y él mismo lo terminó. Una vez recuperada de su beso, lo miré confundida. Quería una respuesta a su imprevisto cariño. Me miró estrechando los ojos. Al parecer él también buscaba una respuesta.

—Sólo quería... darte un beso.

Sonrió y caminó circulando el auto por delante, hasta ubicarse en su puesto. El ronroneo del motor del auto rompió el silencio y avanzamos despacio recorriendo el interior de la base. Al llegar a la puerta principal, aquella que daba a la carretera, Max inició la conversación.

—Así que vives sola ¿Desde hace cuánto?

—Desde los diecisiete.

—No ha de haber sido fácil para ti los primeros días...

Sus palabras me traían recuerdos de los primeros días de mi nueva vida. Pero, por primera vez, no me sentía apenada al recordar, quizás era por el tono comprensivo que empleaba Max.

—No, pero era lo mejor que podía hacer por mí.

—Eres valiente.

Alcé la mirada. Max lo decía como si en verdad lo creyera, como si llevara toda su vida conociéndome y no apenas un mes. Yo no me consideraba valiente para nada, nunca había realizado ningún logro importante o alguna hazaña memorable.

—¿En serio crees eso?

—Claro que sí. Tener esa edad y asumir tu independencia no lo hace cualquiera.

—Pero apenas me conoces...

—Y lo que he conocido de ti, hasta ahora, me sorprende en buen sentido —sonreí, volviendo la vista a mis botines.

—Yo no creo...

—Te subestimas mucho.

Giramos para dirigirnos hacia el túnel Eduardo que nos llevaría a la ciudad. En cuanto ingresamos quedamos sumergidos en la oscuridad propia de los túneles.

—Hoy te enfrentaste con un can de guerra, eso es algo que requiere valentía —mencionó divertido.

Reaccioné al instante de escucharlo.

—Ese tipo de valentía fue obligada —resalté cada sílaba por si no le quedaba claro—. Pero tienes razón...  —admití— Soy valiente porque soporté la furia de la Teniente Córdova ¡Esa mujer está loca!

—Sí que lo está.

—¿Entonces por qué me enviaste con ella?

—Fue idea de Alfredo —contestó con un pesado suspiro, luego agregó rápidamente—. Que quede claro que me opuse a eso, pero bueno ya sabes cómo terminó.

—Y aun así dices que no me odia. Lo que hizo ese día me parece un castigo personalizado.

—No es así... —me miró por unos segundos— Alfredo no es malo. Puede que parezca un maleducado, pero es una gran persona.

¿Qué era Alfredo para Max? ¿Simples compañeros de trabajo o amigos verdaderos? Al escuchar cómo hablaba Max de él me inclinaba hacia la segunda opción.




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