Entre besos y disparos

Capítulo 20: Un trébol de cuatro hojas

No podía controlar el estremecimiento de todo mi cuerpo y menos aún con la mirada de uno de esos tipos sobre mí. Sara me había dicho que me calmara, que tratara de pretender que no los había entendido; pero ella no parecía comprender que un aviso como tal merecía una preocupación extrema. Luego de la confesión de Sara, entré en pánico.

Después de varios minutos, en los cuales, los tipos seguían murmurando entre sí, pude controlarme. Me calmé un poco al ver que no se acercaban. Mientras ellos caminaban por el lugar murmurando, olvidándose de mí; aproveché para verlos con claridad. Uno de ellos era como una máquina para la guerra. Alto, de buen físico con varios tatuajes salpicados por todo su cuerpo. Llevaba la cabeza rapada con poco crecimiento del cabello y largas cicatrices que surcaban su cráneo.

El otro lucía una corta melena rubia. Su camisa dejaba al descubierto gran parte de su delgado torso. Llevaba tatuajes en lugar de piel. Por un momento me miró y su rostro… me aseguró que lo había visto antes. El tercero era un poquito más bajo que los otros y al parecer unos años mayor. Llevaba su cabello negro ondulado atado con una goma roja. Su mandíbula mostraba brotes de su barba. El musculoso dijo algo, una burla dicha hacia Didier que provocó la risa de los otros dos. El francés solo pudo mirar hacia otro lado, ignorándolos.

Supuse que los tres hombres eran agresivos al ver cómo era el comportamiento de los demás. Estábamos en completo silencio, sin hacer movimientos bruscos. La pareja de ancianos pretendió estar dormida al verlos entrar y Allison se arrimó a Sara, ocultando su cara entre la espalda de Sara y la pared. Didier se mantenía sereno, mirando hacia algún punto perdido en la pared... Pero Andrea se distinguía de todos.

Su llanto empeoró. La llegada de los tipos la alteró visiblemente. Quería arrastrarme hasta ella para rogarle que se calmara. Su llanto podía enfadarlos y Dios sabe cómo eran estos tipos enojados.

Estaba distraída con Andrea que no noté que los tres hombres habían comenzado a caminar hacia mí. Fue Sara quien me apretó el brazo, alertándome.

Mi temblor aumentó cuando tres pares de botas se detuvieron frente a mí. Cerré con fuerza mis ojos, sin atreverme a levantar la cabeza. Rogaba internamente que no me hicieran nada, que Dios me ayudara, que se fueran lo más pronto posible.

—Hola Luisa Montéz.

A pesar del miedo que sentía, me mantuve quieta y en silencio. Las plegarias en mi mente aumentaron. No se escuchaba nada más que nuestras respiraciones, la mía caótica e irregular.

—Qué maleducada es…

—No era así en la cafetería.

Levanté la cabeza. El tipo de cabello negro me sonrió desde su altura. Esa sonrisa de dientes amarillos y chuecos me dejó congelada.

Era el hombre de la cafetería, el… el del periódico ¡Lo había atendido como cualquier cliente más!

—Esto es tuyo —dijo el otro, lanzándome un pequeño pedazo de papel—. Tu amiga es muy hermosa.

Con mi mano temblorosa tomé el papel del suelo. Era una fotografía, una instantánea. Jadeé, llevándome un mano a la boca. Kitana y yo sonreímos en la foto, abrazadas; con nuestros bolsos de la universidad. Aquel desgarbado rubio era el mismo hippie que había estado en la acera aquel día…

Me habían estado siguiendo, interactuando conmigo sin que me diera cuenta. Sabían cada minuto de mi día, en dónde estaba y con quien, a qué hora salía y en dónde trabajaba. Ahora no solo sentía miedo por mí, sino también por mis amigos. Kitana, Diana, Jason, Gabriela…

—No les hagan nada…

—¿Hm?

—A mis amigos, no les hagan nada… —repetí. Tomé la foto y la pegué contra mi pecho—. Por favor, se lo ruego. Por favor…

—Luisa —susurró Sara en mi oído—. No hables.

No dijeron nada más, tan solo se limitaron a mirarme. Antes de marcharse dejaron un balde con agua, tres manzanas y una funda con cinco panes. Al dejar la comida en el centro del lugar, el primer hombre; que lucía como un luchador, se acercó a Didier. El extranjero no lo miró y fingió no darse cuenta de su presencia, hecho que al rapado le molestó. Le gritó algo en su idioma, pero el francés parecía estar dormido con los ojos abiertos

Aquella escena llenó de tensión y rigidez a todo el lugar. Entre los siete que estábamos petrificados con el enfrentamiento, nos lanzábamos miradas de interrogación. ¿Qué andaba mal con Didier?

Los otros dos tipos, se cruzaron de brazos y se posicionaron en un mejor ángulo para ver el desenlace de la pequeña pelea, como si fuera una función de circo. El grandote, con la cara roja del enojo, pateó en el suelo lanzándole tierra en toda la cara a Didier. El trio soltó carcajadas bruscas que resonaron por todo el lugar.

Contuve el aliento. Igual que todos.

El extranjero, enojado y humillado se levantó del suelo velozmente para encarar al rubio, quedando claramente en desventaja por su corta estatura en comparación al ruso.

¿Por qué haría algo tan arriesgando? ¡Didier estaba demente!

—No lo hagas Didier... —murmuró Arnold a quien sus manos le temblaban a causa del miedo— Siéntate por favor muchacho...




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