Logré que Alex cambiara de asiento conmigo. Ahora estaba pegada a la ventana como un bichito. Escudriñaba la oscuridad, esperando encontrar algo que realmente indicara que estaba en una ciudad. Me parecía irreal que estuviéramos en Iultin. En mi mente, aquella ciudad fantasma parecía lejana, imposible de alcanzar... Y el hecho de que el jeep estuviera en la dichosa ciudad, era increíble.
El corazón me latió más rápido. Comencé a sentirme nerviosa y un poco asustada. Podría encontrarme con cualquier cosa buena o mala una vez que llegara a la ciudad.
Miré el reloj digital. Éste marcaba las 3:30 AM.
Me abracé el cuerpo, la temperatura sufrió un cambio. Varios grados bajaron y pronto el jeep se llenó de frío. Luego de subir completamente el vidrio de la ventana, me fijé en mi ropa.
¿No cargaba yo el chaleco de Max?
Rememoré los momentos en el bosque, buscando el instante donde el chaleco pudo haberse caído o rodado de mi cuerpo. No recordé nada. Ni siquiera me demoré en esos recuerdos porque mi cuerpo tembló en señal de rechazo hacia las horrendas imágenes.
—Luisa usa esto —dijo Alfredo.
Me ofreció un enorme abrigo café. Disfruté de lo abrigado que era, además claro, me sorprendió que el abrigo fuera de un color que no fuera el negro.
Luego de cruzar un estrecho puente, surgieron más edificaciones; esta vez más seguidas y juntas, y poco a poco, penetramos Iultin. El nombre de "La ciudad fantasma" le quedaba perfecto.
El camino ahora era pavimentado. Una calle grande, pero de un solo carril. A los lados de la carretera se alzaba hierba seca, y más allá se vislumbraba dos edificios idénticos, uno de cada lado, con total simetría en ambos. Contaba con numerosas ventanas, algunas rotas y otras sin vidrio, y su trabajada fachada daba a conocer que, en los tiempos donde Iultin vivía, aquellos edificios fueron importantes.
Las ruedas del carro eran lo único vivo que por ahí se escuchaba. Giramos en una intersección y el todoterreno continuó por una calle de doble vía, llena de basura y restos de incineraciones.
Muchas casas aparecieron por la ventana de mi puerta. Había grandes edificios, diferentes a los primeros que observé, con la pintura de sus paredes deterioradas. Sin vidrios, sin puertas, algunos con grafitis de colores con dibujos extraños que debían ser letras.
Pasamos cerca de una biblioteca con restos de pintura celeste. Debió ser bonita en su tiempo. En la cara frontal se alzaban cuatro columnas blancas y encima de ellas un triángulo alargado que alojaba una frase que no comprendía. Y a los lados de las enormes puertas, carcomidas y caídas, había dos dibujos del mismo hombre caminando, abrigado con un capote y acompañado de una oveja gorda. Parecía la antigua Roma, todo lleno con pilares blancos y bustos de personas con extremidades faltantes.
El terreno se abrió más y llegamos a una calle ancha, que seguramente, antes debió ser una calle central. En la intersección de los cuatro carriles, había una esfera de tierra con hierba seca, y un monumento blanco de un hombre calvo y bigote cubierto de manchas y popo de pájaro.
Tenía una mano fija en la manija de la puerta, lista para saltar del jeep en cuanto llegáramos; sin embargo, el jeep continuaba recorriendo varias y varias calles, donde algunas desembocaban en callejones.
Luego de pasar un abandonado parque, el todoterreno aparcó.
—Tenemos que ir a pie a partir de aquí —anunció Alfredo.
Matt, Alex y el conductor bajaron del auto en un segundo. Alfredo y yo quedamos dentro, el primero alistando su ayudante y yo preparando mis piernas para otra caminata.
Al bajar sentí el asfalto bajo mis zapatos. El frío me envolvió humedeciendo rápidamente mi nariz. Cerré la puerta con cuidado de no hacer ruido. Estaba alerta, con recelo de cada paso que daba. La única luz que existía provenía de los faroles del todoterreno. Quería ver más así que caminé hacia la parte delantera del auto, cojeando por el dolor en mis pies. Podía sentir las ampollas arder con cada paso.
Era obvio que el lugar donde estábamos había sido un solar extenso de departamentos. Estaban divididos en bloques y en cada esquina de la cuadra, había un letrero (oxidado y viejo) que indicaba un número seguido de un garabato. Grandes edificios se extendieron frente a nosotros. Cada uno, con un mínimo de seis pisos. Ahora, claro, esos edificios lucían como el carajo. Viejos, sucios, deteriorados y posiblemente llenos de insectos.
Alfredo se acercó a mí por la espalda. Estaba ojeroso, con su rostro un poco sucio debido al incendio del cual me sacó. Colocó en mi mano una pesada linterna.
—¿Te sientes bien? Estas muy pálida.
—Estoy bien.
¿Cuántas veces había dicho la misma mentira?
—Estás muy pálida —estrechó sus ojos, analizándome— ¿Tienes alguna enfermedad que debas decirme?
“¿Enfermedad?”.
—No... —contesté muy confundida.
—De todas maneras, un médico del campamento debe verte.
Eso me daba a entender que no había cabida para protestar, tampoco era que yo estaba en condiciones para negar atención médica.