Entre besos y disparos

Capítulo 37: Cicatrices

Alfredo aclarándose la garganta fue la distracción necesaria para que Max y yo dejáramos de mirarnos.

—Como sea… Luisa deber ir con Karina ahora —al ver que estuve a punto de quejarme, Alfredo me silenció levantando un dedo—. No digas nada, ni una sola queja. Hicimos un trato y he cumplido, ahora es tu turno.

—Me siento bien —la vena de su frente palpitó. Yo me apegué más a Max—. No necesito un médico, al menos no ahora. Podría verla por la mañana, cuando amanezca.

—La revisión del médico es parte del protocolo —continuó—. No importa que tú te sientas en perfectas condiciones si el médico no lo escribe en su informe, entonces estás enferma —como último recurso miré a Max, rogándole que intercediera—. No lo hagas Max. No te saltes el maldito protocolo.

Max miró a su amigo y luego a mí.

—Por favor, Luisa.

—Max no…

—Por mí. Ve con el doctor ¿sí? Hazlo para que yo esté tranquilo.

Derrotada y algo molesta, me alejé cojeando para ir con Alfredo. Salí de la estancia no sin antes articularle un “volveré” con los labios.

Al salir, el frío me envolvió acompañado del silencio que era interrumpido con nuestros pasos chocando con la acera. No dijimos nada hasta que llegamos a otro departamento cuya luz interior se colaba por las ventanas del piso superior. Subimos un tramo de escaleras que a pesar de ser corta me sacó el aire.

La mujer estaba ahí. Se había instalado un consultorio médico en lo que parecía había sido una sala amplia en el pasado. Estaba acompañada de otra mujer más bajita que ella. Ambas me miraron, la doctora con ojos amables y la enfermera con ojos cansados. Despidieron a Alfredo, haciendo que me dejara sola con ellas.

—Ha sido un viaje largo ¿cómo te sientes?

—Bien.

—Siéntate por favor —señaló la camilla ubicada en la pared del fondo—. La enfermera tomará tus signos vitales.     

Me costó vergonzosos dos intentos el subirme a la camilla. Mis pies quedaron colgando. No tardé en deshacerme de los destrozados zapatos. Suspiré cuando mis pies quedaron libres del calzado. Estiré mis magullados dedos, sin casi notar el ardor de las ampollas.

La otra mujer de cabello negro se acercó a mí sin pronunciar palabra. Le extendí mi brazo derecho. La enfermera pasó el brazalete y lo ajustó a mi brazo. De inmediato comenzó a bombear y a mirar con atención el manómetro. Mientras la mujer auscultaba los latidos de mis venas, me encargué de pasar la mirada por la habitación.

El techo era muy alto. Contaba con placas de yeso labradas, las cuales se habían conservado bien a pesar del abandono. Como no había electricidad, tuvieron que colocar reflectores dentro de la habitación. En aquel sitio no había más que basura, cosas viejas que habían sido arrumadas en un rincón con el fin de hacer espacio para ubicar la camilla. Arrugué la nariz, el olor tampoco era agradable. Era una mezcla de humedad con aroma de tierra, y el componente principal era el polvo.

El tensiómetro quedó a un lado. La enfermera colocó entonces un termómetro debajo de mi axila y una cosa similar a una pinza en mi dedo. Karina se acercó a mí y comenzó a escuchar mis pulmones.

Quería permanecer atenta a lo que dijera, pero de pronto mis párpados pesaron. Cerré los ojos, incapaz de mantenerlos abiertos por más tiempo. Todo el cansancio y la debilidad que había ignorado ahora regresaba con más fuerza.

El pitido del termómetro me despertó. Karina lo levantó, arrugando un poco el entrecejo.

—38,8. La bajaremos.

Suspiré pesadamente, cansada de estar sentada en la camilla. Y el solo hecho de respirar hizo que me dolieran todos los músculos del tronco. Tosí con solo suspirar.

—Estás deshidratada, tus labios están muy resecos y partidos. Tus ojos están tornándose un poco amarillentos, sin contar que tienes un alto grado de desnutrición —aflojó el tensiómetro y comenzó a enrollarlo para guardarlo—. Escucho algo raro en tus pulmones. Quizá neumonía, pero sin exámenes más profundos no puedo confirmar el diagnostico.

—¿Neumonía?

De inmediato el recuerdo de Sara apareció en mi mente. Había estado muy cerca de ella por varios días.

Como si fuera cosa de la psiquis, comencé a toser otra vez ahogándome un poco. La enfermera tuvo que darme un vaso plástico con agua.

—Pero no es nada serio ¿Verdad?

—Iniciaremos con antibióticos —dejó a un lado el estetoscopio y me pasó de vuelta el abrigo.

Me lo coloqué rápidamente al tiempo que daba por terminada la consulta y me levantaba de la camilla. En un segundo, las paredes de la habitación se deformaron ante mis ojos, volviéndose curvas. El mareo me atacó fuerte. Por suerte Karina pasó un brazo por mis hombros y me enderezó.

—Vuelve a sentarte.

—No —logré decir—. Ya está pasando…

¿Dónde estaba mi voz? ¿Por qué me costaba tanto hablar?

Yo luchaba por no caer dormida en ese momento. El cansancio era incontrolable. Solo deseaba tumbarme en una cama y dormir por los siguientes tres meses.




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