Entre besos y disparos

Capítulo 39: ¿Escape?

Narrador externo.

Isabella descansaba en la recámara que compartía con su esposo. Había conseguido dormir a pesar de la fiebre y el resfriado, el cual le estaba causando un fuerte dolor de cabeza. Por otro lado Arnold, sentado en su mitad de la cama, masticaba su colación sin importarle lo insípida que la comida era.

Se removió, incómodo. ¡El dolor! El dolor de su espalda y de sus piernas no desaparecía. Cada vez que pensaba en eso, su mente viajaba a aquellos años donde él era joven, vigoroso y capaz de todo. Sin embargo, se veía ahora y solo contemplaba a un anciano artrósico... La ley de la vida, lo próximo que le venía era la muerte.

¡Ja! La muerte. La había eludido tan seguido en el último mes y medio.

Tomó otro sorbo de la insípida colada, derramando una gota sobre la sábana. Mientras la limpiaba con el dedo, contempló a su esposa dormir, deseando que su cara de tranquilidad la llevara siempre a partir de ese momento. Él y su esposa habían pasado por demasiado. Nunca se planteó que, a su avanzada edad, experimentara aventuras dignas de un joven vigoroso; pero había logrado salir adelante junto a Isabella, como cuando se casaron. Siempre juntos.

No faltaba mucho para salir de ahí. Así se lo ha asegurado Gerald, su hijo. Ya casi podía imaginarse estar de vuelta en su propia casa, junto a Isabella y sus plantas, disfrutando de la soledad a la cual ya ambos estaban acostumbrados. Claro que Gerald, su único hijo, no era un malagradecido que no quisiera visitarlo; al contrario, Gerald era un hijo merecedor de su orgullo. Era valiente, responsable, concentrado y siempre se determinaba a concluir aquello que empezaba.

El problema con Gerald era su profesión que lo alejaba de ellos.

Isabella y Arnold desde un principio nunca estuvieron seguros acerca de la profesión de su hijo; en especial, Isabella; que como madre dedicada y amorosa no podía evitar preocuparse por su hijo. Ella consideraba ese trabajo como un suicidio. Gerald estaba expuesto a peligros constantes que no quería ni imaginarse. Sin embargo, como todo padre; lo habían apoyado, pues veía cómo su hijo se desenvolvía perfectamente y percibían el gusto que Gerald encontraba en tal temerario trabajo.

Al termina su comida Arnold escuchó unos apurados pasos subir por las escaleras, acompañados de palabras pronunciadas rápidamente.

"¡Qué irrespetuosos!" Pensó. Volteó a ver si su esposa había despertado con tal bulla. Para su mala suerte, Isabella parpadeaba y se estiraba con el ceño fruncido.

Vio a través de la puerta (Elaborada completamente de vidrio), una sombra alta, ancha y oscura girando el picaporte. La sombra atravesó la puerta transformándose en Gerald. Su cara estaba bañada en sudor y sus ojos desmesuradamente abiertos.

Arnold bajó las piernas de la cama sintiendo un dolor agudo en su pecho. Con disimulo llevó su mano hasta su pecho tratando de controlar su rostro para que su hijo no notara su malestar. Aquellos dolores habían comenzado desde el día del secuestro.

Arnold estaba a punto de preguntarle, algo molesto, a su hijo el porqué de tal abrupta interrupción, pero se contuvo al ver que Gerald cargaba el uniforme de combate, como él lo llamaba. Ese uniforme nunca traía nada bueno. Siempre que su hijo lo usaba, desaparecía por meses en alguna de sus misiones.

El dolor de su pecho aumentó.

—Papá… —pronunció el hombre acercándose a la cama— Alístate papá, debemos salir.

—¿Qué pasa Gerald?

—Mamá... Mamá... —susurraba mientras agitaba suavemente a Isabella quien aún estaba somnolienta.

—No despiertes a tu madre, está cansada —protestó—. ¿Por qué has interrumpido de esa forma Gerald? ¿ocurre algo? ¡dime!

Gerald los observó sin poder ocultar la preocupación.

Se sentía como un pésimo hijo. No podía mantener a sus padres a salvo. Nunca hacía nada bien, siempre algo se le escurría de su control. Todo aquello metido en su cerebro, taladrándolo desde el centro, lo hacía rechinar los dientes. Se sentía personalmente culpable del secuestro de sus padres. Por seguir sus deseos y aspiraciones, había puesto en peligro a sus padres, la única familia que tenía.

No sentía miedo. No, claro que no. Hacía ya muchas misiones que la había perdido. No temía por lo que fuera a pasar o con quien fuera a encontrarse una vez que llegara al terreno baldío. No, temía que sus padres no fueran lo suficientemente fuertes para soportar otro golpe. Su mayor miedo era perderlos.

—Cuatro aviones se acercan a Iultin, no sabemos quiénes lo pilotean o para quien trabajan, pero debemos defendernos. Max quiere que todos los civiles se refugien en la iglesia del centro.

—¿Cuatro aviones?

—¿De nuevo-o? —tartamudeó Isabella con dos lágrimas recorriendo su cara.

Gerald apretó los labios. Se incorporó, colocándole los zapatos a su madre quien seguía atrapada en la conmoción.

—Mamá por favor, no llores, puede que esos aviones sólo transporten mercadería a algún país. Solo es una prevención, solo iremos para comprobar que se alejen de Iultin sin causar daños.

—Isabella, hagamos caso a Gerald, él es quien sabe.




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