Entre besos y disparos

Capítulo 44: Guerrera gloriosa

Dejé que mis dedos se arrastraran a lo largo de la pared mientras mis ojos recorrían toda la estancia. El olor a la lavanda permanecía intenso. Caminé por todo el departamento en busca del origen del olor. Max se había ido hace diez minutos y en ese tiempo pude disfrutar un poco de mi nueva realidad. Mientras deambulaba sin un rumbo fijo, caí realmente en la cuenta de que... se había acabado. Había llegado a donde debía llegar. Lo peor ya había pasado.

Tuve que sentarme en el borde de la cama cuando las paredes empezaron a volverse borrosas para mí. Me sostuve la cabeza entre las manos. Respiré lentamente, una y otra vez.

“¡Dios! Se ha acabado... Había sido una... Soy una víctima de un secuestro. No. Soy una sobreviviente de secuestro. Eso es lo que soy verdaderamente”.

Me había ocurrido eso que la mayoría de las personas piensan que no les pasará. Cuando uno ve una noticia sobre algún secuestro, lo que hacemos es sentir lástima por la persona raptada o indignación por tal acto, pero jamás llegamos a pensar que uno mismo podría ser el protagonista de esa noticia.

Pero eso ya pertenecía al pasado. Con la ayuda de la psicóloga podría superarlo, con tiempo y terapia. Uno de los consuelos que sacaba del bolsillo era la discreción que me protegería. Nadie lo sabría. Nadie más que la agencia, Max y yo, bueno y el tal John Cannon.

Alguien tocó la puerta. Levanté mi cara rápidamente. ¿Brenda?

Me puse de pie haciendo demasiado ruido porque fui tropezando en cada centímetro cuadrado del suelo. Al abrir la puerta me encontré con un hombre, de unos 40 años o más, con entradas en la cabeza y un bigote puntudo que me recordó a esa caricatura de vaquero que le gustaba disparar al aire.

Al verme, me sonrió con ganas.

—¿Quién es usted? —pregunté por la prudente rendija entre la puerta y umbral que había dejado entre los dos.

—Me llamo Daniel —se inclinó más a la puerta medio abierta, con la sonrisa más acentuada—. Traigo su almuerzo.

Abrí la puerta completamente, buscando en sus brazos el alimento que ya podía oler. ¿Pollo? ¿Verduras cocidas?

Daniel entró empujando un carrito metálico.

Daniel era bajito, unos centímetros por debajo de mí. Su cuerpo era como el de una bombilla de luz. Con una panza igual a la de Santa Claus, sus mejillas y su nariz eran rojas y su bigote terminaba de darle el toque navideño. Y como me traía regalos (la comida) la imagen de Papa Noel le quedaba perfecto.

Daniel avanzó con el carrito hacia el comedor y yo iba atrás, alzando la nariz, siguiendo el delicioso rastro de aroma.

—Le he traído algo ligero.

Realmente deseaba que “ligero” no significara poquito.

—Su almuerzo consiste en un sándwich de tres quesos con tomate...

Alzó la tapa de la charola, sonriendo. Observé el humo que salía del sándwich y mi estómago comenzó a rugir. Tomó otro plato y repitió la acción.

—Con ensalada de pasta. Lleva maíz, tomate, atún. Acompañado de té de limón y como postre... —dio media vuelta. Levantó el último plato colocándolo cerca de mí— Tarta de manzana.

—Acabo de conocerlo y ya lo amo —no pude evitar sonreír. Daniel rio conmigo—. Muchas gracias.

—No hay de qué... —dijo a la vez que colocaba los cubiertos sobre un rectángulo de tela en la mesa— ¿Cuál es su nombre?

Estaba segura de que Daniel ya lo sabía. Todos en la agencia parecían conocer todo sobre mí.

—Luisa.

—Un placer Luisa.

—El placer es mío Daniel.

Sonreí. ¡Tenía un nuevo amigo!

—Cuando termine de cenar, deje los platos aquí mismo señorita. Vendré a recogerlos más tarde —arrastró de vuelta el carrito al saloncito—. La dejaré para que almuerce.

—Gracias Daniel.

—Gracias al Señor, señorita Luisa, no a mí —giró el rostro sonriéndome una última vez. Ahí fue que noté un rosario colgando fuera de su uniforme blanco.

En cuanto Daniel se fue, corrí hacia el taburete de la mesa. Me subí rápido, resbalándome por los bordes debido a mi desesperación. Siempre había sido hambrienta, tenía hambre a cada segundo, no podía estar dos horas seguidas sin nada en la boca.

Lo primero que hice fue sacar la rodaja de limón del borde del vaso de té que Daniel había servido. Lo llevé a mi boca y el hielo tintineó. El primer vaso me lo bebí entero, sin pausas, por suerte había toda una jarra de té a mi lado. El sándwich de tres quesos y la ensalada fueron como comer un plato de felicidad. Después de engullir la insípida comida del hospital, esto era el mismísimo paraíso. El ardor en mi estómago pasó en cuanto tragué el primer bocado del sándwich. Me sentía en un frenesí de sabores con cada mordisco, ojalá esa comida fuera infinita...

Permanecí mirando, con el ceño fruncido y el apetito no saciado, a los platos vacíos. Ya quería que fuera la cena. Me puse de pie, llevando los platos al lavadero. Automáticamente comencé a fregarlos y secarlos.

El pequeño comedor era también una cocina. Me acerqué a la nevera pequeña. Al abrirla encontré varias botellas de agua iguales a las que Max me había dado antes de salir de Iultin, además de cartones de jugos y frutas en envases plásticos. No había cocina por ningún lado, tampoco electrodomésticos. Solo un par de vasos por ahí y un juego de platos en una alacena.




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