Entre besos y disparos

Capítulo 51: El hombre vestido de negro

La semana no inició nada bien. Nada, nada bien.

Tres era el número total de mis desgracias. Primero: aún no sabía nada de Max. No llamadas, no mensajes, ni siquiera sabía cómo comunicarme con él para al menos saber si estaba bien. Tenía una alarma constante en mi cabeza que sonaba y sonaba con la cara de Max. Segunda desgracia apocalíptica: hace dos noches un visitante poco deseado por las mujeres había venido por mí, despertándome a las cuatro de la mañana enredada entre mis sábanas blancas que habían quedado como la bandera de japón. El hijo de puta de Andrés regresó para molestar en este mes.

Así que aquí estaba en mi trabajo con un cerebro inundado en hormonas que le gritaban mi cuerpo distintas cosas como: "¡Toma, siente ira! Oh mira no hay harina ¡llora! ¡Hay chocolate, trágatelo!"

Ah sí... Tercero: tenía gripe.

Dejé los platos en el lavadero no sin antes mirar la hora. Deseaba tanto irme del trabajo. No me sentía nada bien y los cólicos parecían multiplicarse.

—¿Qué te pasa? —preguntó Jason entrando al lavadero— Luces como si estuvieras poseída.

—Lo estoy.

Al suspirar, lo lamenté al segundo porque mi nariz se tapó.

—Anda a limpiar las mesas, yo me ocupo de la comida.

Traducción: No botes tus gérmenes en la comida.

Tomé un paño, junto al frasco de detergente y salí del lavadero pisando fuerte, de repente enojada sin motivo. En esos días no podía confiar en mis emociones alteradas. Podría ver las noticias y llorar de la nada o ver Titanic y enojarme con el iceberg.

Eran las cinco de la tarde. El café no estaba con muchos clientes y doña Clara se había ido hace mucho diciendo que estaba cansada. El día se mostraba oscuro y una fuerte lluvia caía a montones obligando a las personas a correr con periódicos sobre sus cabezas. Era mediados de febrero y la temporada de lluvia continuaba. El clima cada año estaba más raro.

Comencé a limpiar las mesas refunfuñando para mis adentros. Un hombre regordete con cabeza de boliche me hizo una pregunta, pero no sabía qué cara llevaba pues olvidó lo que quería y regresó a su dona.

“Bien pensado cabeza de boliche”.

Las tres mesas quedaron limpias pero el reloj no avanzó mucho. ¡Apenas habían pasado cinco minutos desde la última vez que había visto la hora! ¡Dios!

—¿Jason?

—¿Sí? —gritó desde el lavadero.

Caminé hacia él, arrastrando mis hinchados pies.

—Doña Clara no está ¿podemos cerrar más temprano? No hay muchos clientes.

—Dios, sí que estás mal como para que sugieras eso… —murmuró.

—Realmente lo estoy —arrastré un tacho de harina y me senté en el—. Quiero descansar en los dulces brazos de la muerte…

—¿Qué te pasa?

—Te diré lo que me pasa —Jason giró un poco su torso para mirarme—. Tengo el mal femenino. Aquel con el que Eva fue castigada cuando fue expulsada del paraíso...

—¡Ya, ya no me digas! —se tapó los oídos con sus manos llenas de espuma del jabón de los platos— Ya entendí...

No pude evitar reírme de su reacción.

—Hombres...

—Ya que estas con... con... —pensó la forma correcta de decirlo mientras yo continuaba riendo— ... Con eso, puedes irte temprano. Puedo quedarme solo, no hay muchos clientes de todos modos.

Su propuesta era tentadora pero no la aceptaría. Tal vez en otros tiempos cuando no tenía un trauma con las calles desoladas, quizás en ese entonces hubiera dicho sí. Pero ahora no podía andar sola por las calles y mucho menos cuando ya era tarde, así que lo que más deseaba era que Jason me acompañara hasta tomar el bus.

—No, no. Yo te espero.

Dicho esto, me propuse distraerme con cualquier cosa con tal de olvidarme del dolor, tanto de mi corazón como el de mi útero. Tenía prohibido pensar en Max porque si lo hacía me era muy difícil volver a estar tranquila, así que dejaba eso para cuando estaba en mi departamento, en donde podía entrar en pánico sin asustar a nadie. Y donde me esperaba una botella de vino carísima que podía usar para callar mis penas.

Dos horas pasaron de una manera estúpidamente lenta. Parecía que el tiempo hubiera duplicado su duración.

—¿Lista? ¡Vámonos!

Las luces fueron apagadas, las mesas limpiadas y la caja registradora cuadrada, aunque faltaron veintiocho centavos, pero Doña Clara no tenía por qué enterarse. Jason cerró el local regalándome una sonrisa de vendedor de aspiradoras cuando colgó el letrero de "Cerrado".

—¿Has visto la nueva película de Capitán América?

Sonreí al recordar la afición de Jason con criticar las películas.

—No, pero quiero verla. Dicen que es genial.

—¡Es increíble! Tienes que verla... ¿Por qué no la has visto?

—¡Qué te importa!

Lo empujé fuera de la acera, pero en seguida lo atraje, tomándolo por la manga de su abrigo al ver que una camioneta pasaba por la calle, peligrosamente cerca de él.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.