Cuando me avisaron que María estaba agonizando en el hospital del pueblo, no lo dudé ni un instante. Busqué la maleta en el fondo del armario y empaqué lo estrictamente necesario, no sabía cuántos días podía estar con ella.
Mientras repasaba mentalmente todo lo que debía dejar ordenado antes de irme, me pedí un taxi. Según la aplicación, llegaría en 6 minutos, tiempo que me daba para poner lo último necesario. Durante el viaje hasta la terminal, tuve tiempo de mandar mensajes a mis colegas de la editorial informándoles lo que estaría haciendo en los próximos días.
Al llegar a Tres Cruces, en las pantallas anunciaba que la próxima salida hacia Carmelo era en 15 minutos. Sentía que me faltaban cosas por organizar, pero este viaje no podía esperar.
Al llegar al Hospital Artigas, pregunté por María y me dijeron que estaba en la habitación 101. Esperaba que me reconociera aunque hacía muchos años que la había entrevistado. En aquella oportunidad me había contado la gran historia detrás de la estancia de la que su madre fue casera y ella cuidadora los últimos treinta años. Sin embargo yo sabía que aún le quedaban historias por contar, historias de la tradición popular, transmitidas oralmente durante generaciones que si nadie las registraba quedarían en el olvido.
María era el último eslabón de esa cadena, la última viviente de la calera de las Víboras, con una rica historia de casi trescientos años en la zona. Al entrar en su habitación me conoció enseguida y se alegró de verme. Parecía ansiosa por contarme las historias que había recolectado a lo largo de sus 80 años de vida. No demoró en preguntarme si había llevado mi grabadora, presentía que no tenía mucho tiempo...