La diferencia entre ser mirada y ser deseada es una línea que Mar aprendió a caminar con precisión quirúrgica.
Ya no era la chica invisible que pasaba desapercibida entre estantes y apuntes. Cada paso suyo ahora era una estrategia, cada sonrisa una elección, cada silencio una trampa.
No jugaba para ganar. Jugaba para sobrevivir.
Y en ese juego, su maestro no era su profesor.
Era ella misma.
El campus, a mediados de abril, se vestía de sol, de brisas que movían los árboles y de estudiantes que empezaban a organizar sus tardes al aire libre. Mar, por su parte, se mantenía en su rutina: clases, biblioteca, tareas. Con una sola diferencia. Ahora sabía que la miraban. Que él la miraba.
Y aunque no lo dijera, aunque se escondiera detrás de corbatas mal anudadas y frases perfectamente neutras, el profesor estaba al borde.
Mar lo notaba en los detalles. En cómo ya no la corregía cuando se le escapaba una sonrisa irónica en clase. En cómo fingía no verla cuando entraba, pero se colocaba estratégicamente donde pudiera observarla. En cómo sus respuestas eran cada vez menos pedagógicas y más personales. Como si ya no supiera dónde terminaba la alumna… y empezaba la mujer.
Un martes cualquiera, Dante volvió a aparecer. Esta vez con un café y una sonrisa torcida.
—No te has dejado ver —le dijo, ofreciéndole el vaso.
—He estado… ocupada.
—¿Con alguien?
La pregunta estaba cargada. No era un juego.
—Conmigo misma —respondió Mar, sin vacilar.
Dante soltó una risa suave.
—Entonces tenemos algo en común.
Se sentaron bajo un árbol. Charlaron de cosas sin importancia: una película que ninguno había visto, un examen que ambos temían. Pero Mar no dejaba de mirar hacia el edificio principal, donde sabía que su profesor podía verla desde las ventanas del segundo piso.
Y no fue sorpresa cuando lo vio.
Observándolos.
Firme. Quieto. Invisible para todos, menos para ella.
Esa noche, no durmió.
Había algo enfermizo en cómo le gustaba. En cómo disfrutaba saberse el centro de su tensión, de su frustración, de su necesidad. Quería que él la deseara. Quería tener ese poder sobre alguien que siempre parecía tenerlo todo bajo control.
Pero no era solo eso.
También estaba empezando a desearlo de vuelta.
Y eso era lo más peligroso.
Los días siguientes, la tensión escaló.
Un comentario de más en clase.
Una mirada que duraba segundos enteros.
Un roce accidental al entregarle una hoja.
Y luego, un gesto que lo cambió todo.
Después de una breve exposición oral, Mar regresó a su asiento. El profesor se acercó con disimulo mientras los demás estudiantes trabajaban en silencio. Se inclinó sobre su pupitre y susurró:
—No te repitas. No tienes que demostrar nada.
Mar sintió la piel erizarse.
—¿A qué te refieres?
—A que ya lo he notado. Todos lo han hecho. No necesitas más máscaras.
Ella lo miró. Quiso replicar, pero su boca se secó.
Porque en esa frase había una trampa. Y un elogio. Y una advertencia.
Esa misma tarde, al regresar a su casillero, encontró otra nota. No era como la primera. Esta no tenía palabras románticas ni insinuaciones veladas. Era una hoja de papel doblada en cuatro, con una sola línea en tinta negra:
“Deberías tener más cuidado. No todos te miran con las mismas intenciones.”
No tenía firma.
Tampoco era la letra del profesor. Ni la de la chica que había descartado semanas atrás.
Era alguien más.
Y ahora Mar sabía dos cosas con certeza:
Alguien la estaba observando.
No era la única que jugaba.
Empezó a escribir. Necesitaba liberar algo. Llenó páginas con ideas sueltas, fragmentos de conversaciones, pequeños símbolos. Dibujó espejos rotos. Ojos. Llaves. Palabras como “control”, “deseo”, “verdugo”. A veces, escribía solo una palabra y la tachaba hasta desgastarla.
Una noche, escribió una frase y no pudo borrarla:
“Él ya no es el monstruo. Soy yo.”
El viernes hubo una actividad extracurricular. Una salida con parte del alumnado para una exposición literaria en un antiguo convento restaurado. Mar no tenía intención de ir, pero algo le dijo que debía hacerlo.
Fue.
Y lo vio.
El profesor, impecable. Camisa blanca, blazer gris oscuro. Estaba con otros docentes, pero la miró al llegar. Apenas un segundo. El suficiente para que Mar supiera que lo había seguido hasta allí.
Durante la visita, entre vitrales y muros de piedra, él se mantenía distante. Profesional. Pero ella lo sentía. Como un fuego en la nuca. Como una respiración invisible. Como un reflejo detrás del espejo.
En un momento del recorrido, Mar se separó del grupo para explorar una pequeña biblioteca antigua dentro del convento. El silencio era absoluto. Solo el crujir de la madera bajo sus pasos y el aroma a libros viejos. Cuando se giró para salir, lo encontró ahí.
—¿Te perdiste? —preguntó él.
—Tal vez. ¿Viniste a rescatarme?
Una pausa.
—O a advertirte.
—¿De qué?
—De ti misma.
El aire entre ellos se tensó. Él se acercó, apenas un paso. No la tocó. Pero su proximidad era una amenaza y una súplica al mismo tiempo.
—¿Por qué no te detienes? —le susurró.
—¿Y tú por qué no te vas?
Silencio.
—Porque ya no puedo.
Entonces, algo cambió.
Ella giró el rostro, y por un segundo, sus labios casi se rozaron.
No se besaron.
Pero la tensión fue tan intensa que ninguno necesitó más.
Fue una confesión. Un derrumbe. Una rendición sin palabras.
Volvieron con el grupo como si nada. Pero ambos sabían que todo había cambiado. Que ya no eran profesor y alumna. Eran espejos. Eran jaulas. Eran reflejos distorsionados del deseo y el miedo.
Esa noche, Mar soñó con fuego.
Con un aula vacía.