Entre Códigos Perdidos

Capítulo I: No digas tu nombre

La mayoría de los niños en el orfanato dormían profundamente a esa hora. El único sonido era el zumbido suave de los tubos fluorescentes del pasillo, interrumpido ocasionalmente por una puerta que crujía al cerrarse con lentitud. Nava estaba despierto. Como casi siempre.

Tenía trece años, pero su mente cargaba con más peso del que muchos adultos soportaban. Estaba sentado en la esquina más alejada de la biblioteca, donde la luz apenas alcanzaba y nadie se acercaba después de las nueve. El monitor de una computadora vieja y olvidada brillaba en la oscuridad con un parpadeo débil, como si le costara seguir con vida. Aun así, para Nava, era lo más cercano a un refugio.

No escribía. Solo observaba la pantalla. A veces abría el bloc de notas, tecleaba una o dos frases que después borraba. No necesitaba guardar nada. Lo que importaba no era lo que escribía, sino lo que pensaba mientras lo hacía. Había encontrado en esa máquina muda un tipo de conversación que no exigía explicaciones. Un diálogo sin voz, sin juicio. Solo presencia.

No era que no supiera usarla. Sabía lo suficiente para mover carpetas, abrir archivos antiguos, limpiar el historial. Pero la computadora era tan vieja que la mayoría de las cosas interesantes no se podían hacer. Aun así, Nava se sentaba frente a ella todas las noches como si esperara que, en algún momento, le revelara un secreto. No el de la máquina, sino el de sí mismo.

Los demás niños se burlaban de él o lo ignoraban. Algunos lo llamaban "el fantasma", porque aparecía y desaparecía sin hacer ruido, y porque siempre parecía estar viendo algo que los demás no. Otros simplemente lo molestaban. En el desayuno, escondían su bandeja. En la sala común, lo empujaban al pasar. Una vez, uno de ellos le arrojó una pelota a propósito mientras jugaban fútbol, golpeándolo directo en la espalda. Nava no decía nada. Solo los miraba.

—¿Por qué siempre nos mira así? —preguntó uno.

—Parece que te quiere matar con la mente —rió otro.

—Es muy raro —comienzan a burlarse y a reírse.

Pero no era odio lo que Nava sentía. Era análisis. Observación pura. Se preguntaba por qué actuaban así. Qué los motivaba. Qué vacíos llenaban molestando a alguien como él.

Desde niño, había observado a las personas con una atención casi obsesiva. Cómo hablaban. Cuándo mentían. Por qué sonreían cuando no querían hacerlo. Su madre solía decirle que tenía el don de "ver más allá", aunque nunca supo explicarle qué significaba eso con precisión. Él solo sabía que, en vez de jugar con los demás niños, prefería sentarse en silencio y estudiar el mundo. Cada gesto, cada contradicción, cada error humano le parecía una pista más para entender una verdad más grande.

La pérdida de su madre y de su hermano había sido silenciosa. No hubo gritos ni tragedias explícitas. Solo ausencia. Una mañana estaban, y luego no. Y nadie le dio una explicación lo suficientemente lógica como para calmar su mente. El sistema lo absorbió como a muchos otros, con un formulario, una firma y una cama asignada en el orfanato. Desde entonces, hablar de su nombre real se volvió innecesario. Doloroso. Peligroso.

El director del orfanato lo llamaba con frecuencia a su oficina. No por castigos, sino para hablar. O intentarlo.

—¿Por qué no hablas con los otros niños? —preguntaba a veces.
—¿Para qué? No dicen nada que valga la pena —respondía Nava sin mirar.

En una de esas visitas, el director insistió:

—¿Por qué no dices tu nombre real?

Nava se encogió de hombros.

—Porque ya no me pertenece.

El director lo observó. Asintió lentamente y escribió algo en una hoja que luego guardó en un cajón.

Esa noche, Nava escribió en su cuaderno:

"No tener nombre no significa no tener identidad. Significa que nadie tiene poder sobre ti."

Ese cuaderno era lo único verdaderamente suyo. En él anotaba sus pensamientos, sus observaciones, y lo que llamaba "fragmentos de patrones humanos". Lo escondía bajo una tabla suelta del suelo, en una esquina del dormitorio, cubierta con una alfombra que parecía olvidada por el tiempo.

Una tarde, un nuevo niño llegó al orfanato. Era más alto, más fuerte, y con una expresión que alternaba entre burla y desafío. Se llamaba Abel. A diferencia de los demás, no parecía impresionado ni molesto por la actitud solitaria de Nava. Al contrario, parecía intrigado.

Los demás niños intentaron fastidiar a Abel como a cualquiera que llega. Pero él no se dejaba. Era rápido, fuerte, hablaba fuerte. Una vez, vio a uno de los niños más grandes tirar a Nava al suelo en la sala común. Abel lo empujó.

—Si vas a pelear con alguien, pelea conmigo —le dijo al otro.

Desde entonces, dejaron de molestar a Nava. O al menos, no cuando Abel estaba cerca.

—¿Tú eres el que siempre está en la compu? —le preguntó una vez, sentándose a su lado sin permiso.

Nava no respondió. Solo lo miró brevemente y volvió a enfocarse en la pantalla.

—Dicen que eres raro. Que te crees más listo que todos —siguió Abel.

—Dicen muchas cosas —respondió Nava al fin, sin tono, sin defensa.

Abel soltó una risa leve.

—Me gustas. No hablas tonterías.

Empezaron a pasar tiempo juntos. Al principio, no hablaban mucho. Solo compartían espacio. Luego, poco a poco, llegaron las preguntas pequeñas. Los comentarios breves. Un día, Abel le preguntó:

—¿Nunca has querido hablar con alguien sin que sepa quién eres?

—¿Para qué?

—Para ver quién eres cuando nadie te conoce. Es divertido. Yo lo hacía con mi hermano. Me enseñó cómo hacer mensajes falsos, cómo simular llamadas, cómo engañar a la pantalla.

—¿Engañar a la pantalla? —preguntó Nava.

—Sí. A veces el mundo cree que la tecnología es honesta. Pero miente. Y si tú sabes mentir mejor que ella... tienes ventaja.

Abel no usaba términos técnicos. Solo mostraba lo que sabía. Le enseñó cómo generar números virtuales desde programas viejos que encontró en el mismo ordenador del orfanato. Le enseñó que el anonimato no era algo que se conseguía con máscaras, sino con conocimiento.




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