Entre Códigos Perdidos

Capítulo II: El código y el silencio

Llovía otra vez. Segunda vez en la semana. Nava lo anotó mentalmente como algo inusual.

El comedor del orfanato estaba más silencioso de lo normal. Los niños no estaban dormidos ni cansados, solo irritables. Algunos discutían por juegos de mesa, otros empujaban sin motivo. Elías, como siempre, fue directo hacia Nava.

—¿Qué, vas a leer mientras comes otra vez? —le dijo, levantándole el libro sin permiso.

Nava no reaccionó. Solo extendió la mano con la palma abierta.

Elías se lo devolvió... después de arrancar una página.

El grupo rió. Nava los miró, sin pestañear. Esa mirada fría, casi vacía, siempre los incomodaba más que cualquier insulto.

Pero esta vez no dijo nada. Ni siquiera una mueca. Solo caminó fuera del comedor, como si todo aquello no fuera parte de su realidad.

En la biblioteca, Abel ya estaba sentado frente al monitor. Usaba una gorra prestada y tenía los pies sobre la mesa, como si el lugar le perteneciera. Le pasó una hoja arrugada con letras hechas a lápiz.

—¿Reconoces esa frase?

Nava leyó.

"¿Cómo sabes que lo que ves es real?"

—La dejaste en mi cuaderno.

Abel negó con la cabeza.

—No. Esa no fue mía.

—¿Entonces quién?

Abel sonrió, pero no respondió.

Eso inquietó a Nava más de lo que quiso mostrar. Esa frase le sonaba... antigua. Como si ya la hubiera escuchado en otro tiempo, en otra voz. Esa noche anterior, no había dormido. La frase lo acompañó incluso al cerrar los ojos. No porque dudara del autor, sino porque dudaba de sí mismo.

Minutos después, el director lo llamó a su oficina. La alfombra bajo sus zapatos estaba más gastada que la última vez.

—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó el director, sin levantar la vista de un folder.

—Miércoles.

—Tu cumpleaños, Nava.

El chico alzó una ceja, ligeramente sorprendido.

—¿Sí?

El director cerró el folder.

—Me sorprende que no lo recuerdes. O quizás sí lo haces... y prefieres olvidarlo.

Nava se mantuvo en silencio.

—Este fue el día en que entraste aquí. Hace cuatro años.

Ese dato sí lo conocía, pero había decidido no cargarlo como fecha importante. ¿Para qué? Los aniversarios solo servían para quienes esperaban algo.

—Tienes talento, ¿sabes? —continuó el director—. Observas demasiado para tu edad. Pero tarde o temprano, vas a tener que decidir qué vas a hacer con todo eso que ves.

—Lo estoy decidiendo.

—¿De verdad? —El hombre lo miró por encima de sus lentes—. Porque últimamente parece que alguien más está influyendo en tus decisiones.

El director se inclinó un poco hacia adelante y bajó la voz.

—Dime, Nava. ¿Crees que todo lo que ves... es real?

Nava no respondió. No porque no supiera qué decir. Sino porque, por primera vez... no estaba seguro.

El director no mencionó el nombre de Abel, pero dejó el mensaje flotando en la sala como polvo viejo.

—Eso es todo por ahora.

Nava salió sin despedirse.

Horas más tarde, mientras Abel le enseñaba a modificar cabeceras de archivos para cambiar fechas, alguien pasó por la puerta de la biblioteca. Era uno de los chicos mayores. Se detuvo. Miró hacia dentro.

No dijo nada. No hizo ruido.

Solo los miró... y siguió caminando.

Nava lo notó. Abel también.

—Tarde o temprano, alguien va a decir algo —comentó Abel, bajando el tono.

—¿Y?

—Y yo no pienso explicarme.

—Yo tampoco —respondió Nava.

Más tarde, mientras revisaban los registros antiguos del sistema del orfanato, Abel bajó el volumen de su voz:

—¿Sabes que puedes entrar al archivo de cualquier chico de aquí si encuentras la contraseña del director?

—No estamos listos para eso —respondió Nava sin dudar.

—¿"No estamos"? Suenas como si ya fuéramos un equipo.

—No lo somos.

—Entonces ¿por qué no me detuviste cuando te mostré cómo ocultar un mensaje en una imagen?

Silencio.

—Porque quieres saber. Como yo. Porque tú tampoco confías en el sistema.

Nava lo miró. Lo observó. Algo en esa frase lo tocó muy hondo, aunque no sabría explicar por qué. Tal vez porque... era cierto. Tal vez porque ya no quería seguir solo.

En su cuaderno escribió esa noche:

"La confianza no se da. Se instala. Como un código. Puede ser falso, puede estar corrupto. Pero si no se revisa... ejecuta lo que quiera."

Pensó en borrar la frase. No lo hizo.

Antes de dormir, volvió a abrir la carpeta sin nombre. Esta vez, al darle doble clic, no hubo frase. Solo silencio.

La pantalla se quedó negra por varios segundos.

Y entonces, una palabra parpadeó una sola vez:

"Adentro."

Su pulso se aceleró. Por alguna razón, aquella palabra se sintió como una puerta que ya no podía cerrar.

Se miró en la pantalla negra y, por un segundo, no reconoció su reflejo.

Apagó el monitor. Se giró hacia su cama.

Pero antes de cubrirse con la manta, murmuró en voz baja:
—Ahora estoy dentro también.




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