La lluvia caía sobre las calles empedradas de Inverbrae, un pequeño pueblo al norte de Escocia donde el tiempo parecía moverse más despacio. Los tejados cubiertos de musgo goteaban con la misma melodía que desde niño, y el olor a tierra húmeda llenaba el aire como una caricia.
Sebastián McLeod caminaba por el sendero que llevaba al colegio con el abrigo empapado y los audífonos puestos. La voz suave de una canción antigua le servía de refugio. Siempre le había gustado la lluvia; era el único momento del día en que nadie notaba si tenía los ojos rojos o la mirada perdida.
—¡Seb! —una voz alegre lo sacó de sus pensamientos—. ¡Te vas a enfermar si no corres!
Giró la cabeza y ahí estaba Tomás Fraser, con el mismo cabello despeinado y la sonrisa que podía iluminar hasta el cielo más gris. Traía la mochila en una mano y una bufanda mal anudada que apenas lo protegía del frío.
Sebastián no respondió de inmediato. Lo observó, como tantas veces, intentando grabar en su mente cada detalle: la forma en que reía, la manera en que sus botas salpicaban el agua, la naturalidad con la que su presencia llenaba el silencio.
—No me enfermo tan fácil —respondió al fin, fingiendo indiferencia.
Tomás corrió hasta alcanzarlo y le pasó un brazo por los hombros.
—Entonces vamos juntos. El señor Graham va a regañarnos otra vez si llegamos tarde.
Caminaron entre charcos y risas, como lo habían hecho toda su vida. Desde los cinco años eran inseparables: jugaban fútbol en el mismo campo, compartían meriendas y se contaban todo… o casi todo.
Porque había una verdad que Sebastián jamás se había atrevido a decir.
Una verdad que le dolía más cada día.
Mientras Tomás hablaba sobre el próximo torneo del colegio, Sebastián solo podía mirarlo, deseando que el tiempo se detuviera. Quería decirle lo que sentía, pero cada palabra se le quedaba atrapada en la garganta.
“Si le digo la verdad… lo perderé.”
Esa frase lo perseguía como un eco en medio de la lluvia.
Llegaron al colegio justo cuando la campana sonó. Tomás se despidió con un golpe amistoso en el hombro.
—Nos vemos en el recreo, Seb. ¡No te escondas en la biblioteca otra vez!
Sebastián sonrió débilmente y lo vio alejarse entre la multitud de estudiantes.
El ruido, las risas, el murmullo de voces… todo se volvió borroso.
Solo quedaba el sonido de la lluvia golpeando las ventanas y el nombre de Tomás repitiéndose en su mente.
—Algún día —susurró—. Algún día tendré el valor.
Y con esa promesa silenciosa, Sebastián entró a clase, mientras el cielo gris seguía llorando sobre Inverbrae.
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Editado: 25.10.2025