Los días se hicieron pesados para Sebastián.
Cada risa de Tomás con Elena era un recordatorio de lo que no podía tener, y cada conversación que antes fluía sin esfuerzo ahora se llenaba de pausas incómodas.
En el recreo, Tomás lo buscaba como siempre, lleno de energía y bromas, pero Sebastián comenzó a responder con monosílabos, guardando sus emociones tras una sonrisa ligera.
No quería que Tomás sospechara lo que sentía. No quería arriesgar su amistad, aunque eso significara sufrir en silencio.
—Seb, ¿vienes a entrenar conmigo después de clase? —preguntó Tomás un martes por la mañana.
—Hoy no puedo… tengo que estudiar —mintió Sebastián, bajando la mirada.
Tomás frunció el ceño, pero no insistió.
—Está bien… —dijo, aunque una pequeña sombra cruzó su sonrisa—. Te veré luego, entonces.
Esa noche, Sebastián se sentó junto a la ventana, viendo cómo la lluvia caía sobre el pueblo.
El reflejo de las luces del colegio y de las casas en los charcos lo hacía sentirse más solo de lo habitual.
Sacó su cuaderno y comenzó a escribir, como si las palabras pudieran liberar algo del peso que llevaba dentro:
“Antes éramos inseparables.
Ahora, siento que cada palabra que digo me aleja un poco más de ti.
Y lo peor… es que no puedo decírtelo.”
El tiempo pasó y los silencios entre ellos se hicieron más frecuentes.
Sebastián evitaba los encuentros, inventaba excusas para no verlos juntos y pasaba horas escribiendo cartas que nunca enviaba.
Cada sonrisa de Tomás hacia Elena le atravesaba el pecho como un hilo invisible.
Un día, mientras caminaba por el lago, Sebastián se detuvo y lanzó una piedra al agua.
Las ondas se expandieron lentamente, reflejando su propio corazón: círculos que se alejaban, imposibles de detener.
—Seb… —una voz lo sacó de su ensimismamiento.
Era Tomás, que caminaba hacia él, con la mirada preocupada—. ¿Estás bien? Te noto distante últimamente.
Sebastián forzó una sonrisa, bajando los ojos.
—Sí… todo bien. Solo estoy cansado.
Tomás suspiró y lo miró un momento más, pero decidió no presionar.
—Está bien… solo recuerda que estoy aquí si quieres hablar.
Sebastián asintió, pero mientras lo veía alejarse, supo que el amor que guardaba dentro estaba convirtiéndose en un secreto más pesado que él mismo.
Esa noche, escribió otra frase en su cuaderno:
“Silencio entre nosotros.
Amor que no puede hablar.
Y yo que debo aprender a vivir con ello.”
El corazón de Sebastián dolía, pero también aprendía algo esencial: el amor verdadero a veces significa esperar, aunque no sepas cuánto tiempo tendrás que hacerlo.
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Editado: 25.10.2025