La primavera trajo consigo días más largos y cálidos, pero para Sebastián, la sensación de alegría era agridulce.
El sol iluminaba el pueblo de Inverbrae, y las flores comenzaban a asomarse entre las piedras y el musgo. Todo parecía renovarse… excepto su corazón, que seguía atrapado en un invierno silencioso.
Tomás y Elena se habían vuelto aún más cercanos.
Elena, dulce y observadora, comenzó a notar algo en la relación entre Sebastián y Tomás: esa complicidad silenciosa, los gestos de comprensión que nadie más entendía.
—¿Sabes que hay algo raro entre ustedes dos? —preguntó Elena un día mientras caminaban al colegio.
Sebastián bajó la mirada, sintiendo cómo la sangre le subía a las mejillas.
—No sé de qué hablas —mintió, con una sonrisa que apenas parecía real.
Tomás, ajeno a los pensamientos de Sebastián, le ofreció su brazo mientras cruzaban la calle.
—Vamos, Seb, no seas tan serio —dijo, con la sonrisa que siempre hacía que Sebastián sintiera un calor extraño en el pecho.
Durante esos días, Sebastián comenzó a sentir una mezcla de celos y culpa. Celos de Elena, porque Tomás estaba feliz con ella. Culpa, porque su corazón deseaba algo que no podía tener y que, de alguna manera, podría complicarlo todo.
Una tarde, se encontraron en el lago, ese lugar que había sido su refugio desde la infancia.
—Te he estado buscando —dijo Tomás, sonriendo—. Elena quería que la acompañara, pero necesitaba un momento para mí.
Sebastián sonrió, intentando mantener la calma.
—Qué amable de su parte.
Se sentaron juntos en una roca, mirando cómo el sol caía sobre el agua.
Por un instante, todo parecía igual que antes, cuando eran niños, cuando nada importaba más que las risas y los juegos.
Pero Sebastián sabía que ese instante era frágil. Cada palabra que no decía, cada mirada que contenía su amor, era un hilo a punto de romperse.
—Seb… —dijo Tomás de repente, serio—. Prométeme algo.
Sebastián levantó la mirada, intrigado.
—¿Qué?
—Prométeme que, pase lo que pase, siempre seremos amigos. —Su voz estaba cargada de sinceridad.
El corazón de Sebastián se encogió.
—Lo prometo —respondió, con un hilo de voz, mientras sus manos temblaban ligeramente.
Esa noche, Sebastián escribió en su cuaderno:
“Prometí amistad cuando quería confesar amor.
Prometí silencio cuando quería gritar.
Prometí contenerme cuando mi corazón quería saltar.
Pero prometí algo que siempre valdrá la pena:
cuidar nuestra amistad, incluso si duele.”
Las sombras del lago se alargaban con el crepúsculo, y Sebastián comprendió que el amor verdadero también duele, y que proteger lo que más amas a veces significa guardar tus sentimientos en silencio, esperando el momento adecuado para mostrarlos.
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Editado: 25.10.2025