Entre colinas y secretos

Capítulo 9: Una noche en el lago

El aire estaba fresco y perfumado con el aroma de la hierba húmeda.
La noche había caído sobre Inverbrae, y la luna iluminaba el lago con un brillo plateado que parecía mágico. Sebastián caminaba despacio, con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo, mientras las estrellas comenzaban a aparecer en el cielo.

Tomás lo esperaba junto al muelle, con la sonrisa de siempre, aunque esa noche parecía más tranquilo, casi pensativo.
—Te dije que necesitaba un momento —dijo, extendiendo la mano para que Sebastián lo acompañara—. Ven.

Se sentaron en la madera fría del muelle, los pies colgando sobre el agua. Un silencio cómodo los envolvía, diferente a la tensión de los últimos días. Solo estaban ellos y el reflejo de la luna sobre el lago.

—Siempre me gusta venir aquí —murmuró Sebastián, mirando las ondas en el agua—. Me recuerda a cuando éramos niños.

Tomás asintió, con la mirada fija en el reflejo de la luna.
—Sí… solíamos pasar horas aquí. Sin preocupaciones. Sin nada que nos alejara.

Sebastián lo observó, notando lo cerca que estaba su amigo. Su corazón latía con fuerza, y por un instante deseó acercarse, tocar su mano, decirlo todo.
Pero sabía que no podía. No todavía.

—Seb… —dijo Tomás de repente, con voz suave—. Gracias por siempre estar ahí. Por comprenderme, incluso cuando me equivoco.

Sebastián sonrió, con un nudo en la garganta.
—Siempre —respondió, intentando que su voz sonara natural—. Eso nunca cambiará.

La brisa movía suavemente sus cabellos, y por un momento, el mundo pareció detenerse.
Sebastián miró a Tomás, deseando que aquel instante durara para siempre.
Si tan solo pudiera decir lo que sentía, todo sería diferente… pero también podría arruinarlo.

—Mira la luna —dijo Tomás, señalando el cielo—. Es hermosa, ¿verdad?

Sebastián asintió, con los ojos fijos en el reflejo en el lago.

“Hermosa… como él.” —pensó, pero no lo dijo en voz alta.

Se quedaron en silencio, escuchando el agua rozar las tablas del muelle, compartiendo un momento que nadie más entendía.
Un momento en el que Sebastián se dio cuenta de lo profundo que era su amor, y de lo difícil que sería esperar el tiempo adecuado para confesárselo.

Cuando regresaron al pueblo, Tomás caminaba ligeramente delante, con su sonrisa alegre, y Sebastián lo seguía, con el corazón lleno de emociones que no podía expresar.
Sabía que aquella noche quedaría guardada en su memoria, un recuerdo hermoso y doloroso a la vez: la cercanía que lo hacía suspirar, y la distancia que lo hacía sufrir.

Esa noche, antes de dormir, Sebastián escribió una última frase en su cuaderno:

“Una noche en el lago.
Un instante que no podemos poseer,
pero que siempre recordaré.”

Y mientras cerraba el cuaderno, susurró para sí mismo:
—Algún día, Tomás… sabrás todo lo que siento.




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