Entre Copas y Letras

II. Descubriendo el Pueblo y Encuentros Incómodos

El sol matutino se filtraba por la ventana del cuarto de Camila, despertándola con una calidez que no había sentido en mucho tiempo. Las sábanas olían a hogar. A su lado, sobre la mesita de noche, reposaban un cuaderno abierto y una pluma sin tapa, como si la escritura se hubiese interrumpido en medio de un pensamiento.

Todavía pensaba en la noche anterior.

Ese bar.

Esa mujer.

No fue una discusión ni un encuentro agresivo, pero algo en la forma en que se miraron había quedado flotando en el aire. Desconcertante. Como si una parte de ella hubiese sentido que alguien la había visto de verdad, sin conocerla. Eso, para Camila, era más desestabilizador que cualquier crítica de un lector.

Después del desayuno, Ana la esperaba en la sala con una sonrisa emocionada.

—¡Te tengo secuestrada todo el día! —le anunció con energía—. Vas a redescubrir el pueblo conmigo, sí o sí.

Camila no tuvo corazón para negarse. Además, estar con su hermana la ayudaba a recordar por qué había vuelto: buscar calma, volver a conectar con lo simple.

Mientras recorrían las calles empedradas, Ana no paraba de hablar. Señalaba cada rincón como si fuera una guía turística entusiasta, compartiendo anécdotas locales, nombres de nuevos dueños de tiendas, remodelaciones, e incluso chismes del pueblo.

Camila escuchaba entre sonrisas, pero por dentro seguía sintiendo esa sensación ligera y constante… como un cosquilleo mental. La imagen de aquella mujer del bar regresaba a su mente una y otra vez. Esa mirada intensa. Ese tono contenido, casi curioso. No fue hostil, no del todo. Pero tampoco amable. Más bien… incómodamente honesto.

Pasaron por la plaza, el antiguo mercado, y finalmente llegaron a una pequeña cafetería con fachada moderna, muy diferente a lo que Camila recordaba.

—Este café era una tiendita antes, ¿te acuerdas? —preguntó Ana.

—Sí, claro. Solía comprar chicles aquí después de clases.

Entraron y se acomodaron junto a una ventana. Camila notó que el lugar estaba lleno de detalles acogedores: madera clara, luces cálidas, libros apilados en estanterías decorativas. Le gustó. Se sentía tranquila. Por fin.

Hasta que la campanita sobre la puerta sonó y una silueta familiar entró.

Camila no necesitó verla de frente para reconocerla. Era la misma figura de la noche anterior, la mujer del bar, la del casco colgado en el codo, las botas gastadas y el andar despreocupado. Mariana.

Ana la saludó con naturalidad.

—¡Hola, Mari!

Mariana levantó la mano en un saludo breve y luego se dirigió hacia la barra. Fue entonces cuando sus ojos se encontraron otra vez. Ni una sonrisa. Ni una mueca. Solo una mirada sostenida, como si ambas se estuvieran estudiando desde lejos.

Camila apartó la vista con rapidez, incómoda sin entender por qué. Mariana, sin embargo, no parecía tener prisa en ignorarla. Pidió su café con calma, conversó con el barista, y luego, al pasar por su mesa, dijo sin detenerse:

—¿Qué tal la cerveza anoche?

Camila levantó la vista, sorprendida por el comentario.

—Estaba bien —respondió con un tono neutral.

Mariana asintió ligeramente, como si eso bastara, y siguió su camino hacia una mesa en la esquina. No dijo más. No miró atrás. Pero Camila ya no pudo concentrarse en el menú.

—¿Ella trabaja aquí también? —preguntó en voz baja.

—A veces ayuda. Mariana es… multifacética —respondió Ana con una sonrisa ambigua—. Tiene su bar, pero también hace entregas, repara motos, trabaja en ferias, incluso da talleres de carpintería. Es... especial.

Camila no dijo nada. Solo bebió un sorbo de su café con leche. Aunque no quería admitirlo, sentía una especie de atracción incómoda. No hacia Mariana exactamente, sino hacia lo que provocaba en ella: preguntas, dudas, cierta vulnerabilidad.

El resto de la tarde transcurrió tranquila. Caminaron por la costa, visitaron la vieja biblioteca del pueblo, y Ana le mostró un mural nuevo donde incluso habían incluido una silueta de Camila como homenaje. Ella se rió, aunque le pareció exagerado.

Al caer la noche, Ana propuso lo inevitable:

—¿Te animas a volver al bar?

Camila arrugó la frente.

—¿Otra vez?

—Hoy hay música en vivo. Y Mariana se porta mejor cuando hay gente.

Camila dudó. ¿Era buena idea? ¿O se estaba metiendo en algo que no entendía? Pero su hermana tenía ese poder de convencerla con solo una mirada.

—Ok —cedió al fin—. Pero si vuelve a hacerme comentarios extraños, voy a escribirla como la villana de mi próxima novela.

Ana rió. —Esa sí la compro en preventa.

El bar esa noche tenía otro aire. La música llenaba el ambiente, había luces tenues colgando entre las vigas del techo y las mesas estaban casi todas ocupadas. Camila y Ana encontraron un rincón cerca del escenario. Mientras Ana saludaba a conocidos, Camila sintió de nuevo esa sensación: ojos observándola.

Se giró.

Y ahí estaba Mariana. Tras la barra. No dijo nada al principio, solo levantó una ceja cuando la vio. No era un saludo ni una burla, pero tampoco una bienvenida. Más bien, un gesto de advertencia disfrazado de indiferencia. Camila intentó mantenerse serena, pero ya podía sentir que algo venía.

Mariana se acercó a la barra con paso seguro, limpiándose las manos con un paño que parecía llevar más años de uso que el bar mismo. Se detuvo frente a Camila, con esa media sonrisa que nunca parecía amable.

—Mira quién regresa —dijo, con el tono pausado de alguien que disfruta más de lo que dice que de lo que escucha—. ¿Sabes? Siempre me ha parecido curioso cómo algunas personas escriben sobre cosas que nunca han vivido. Como los autores de novelas de guerra que nunca tocaron un arma. O, en tu caso, romances entre mujeres.

Camila parpadeó, sorprendida por el golpe tan directo.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —preguntó, sin poder evitar que su tono se volviera tenso.

Mariana se encogió de hombros, como si la respuesta no le importara demasiado.



#8070 en Novela romántica

En el texto hay: romance, lesbica, lgbt+

Editado: 28.06.2025

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