Alessandra
La luz del sol se filtraba a través de las cortinas de la habitación, llenando el espacio con una calidez acogedora. Me quedé un momento en la cama, mirando el techo y recordando la intensidad de la noche anterior. Cada caricia de Alex, cada palabra susurrada al oído, había dejado una marca en mi corazón. Me sentía plena, como si finalmente todo estuviera en su lugar.
Giré la cabeza y vi a Alex a mi lado, su respiración tranquila mientras dormía. Una sonrisa se formó en mis labios, sintiéndome afortunada de tenerlo a él y a las niñas en mi vida. Sin hacer ruido, me levanté de la cama y me puse una bata, dispuesta a comenzar el día.
Caminé por el pasillo hacia la habitación de las niñas, sintiendo el suave frescor del suelo de madera bajo mis pies descalzos. Me detuve frente a la puerta y la abrí lentamente, observando la escena ante mí. Emma y Samantha estaban en sus camas, envueltas en sus mantas y con una paz que solo los niños pueden tener. Me acerqué primero a la cama de Emma y me senté a su lado, acariciando su cabello rubio con suavidad.
—Buenos días, mi amor —susurré, mientras ella abría lentamente los ojos y me miraba con una sonrisa soñolienta.
—Mami… —murmuró, estirándose hacia mí para un abrazo.
—Despierta, cariño. Tengo una sorpresa para ti y para Samantha —dije, mientras me inclinaba para besar su frente.
Emma se sentó en la cama, su curiosidad evidente. Me dirigí entonces a la cama de Samantha, repitiendo el gesto de acariciar su cabello y susurrar suavemente.
—Samantha, despierta, mi amor. Vamos a ir a ver a tu abuelo hoy.
Los ojos de Samantha se abrieron de par en par al escuchar mis palabras, y un brillo de emoción apareció en su mirada. Ambas niñas saltaron de sus camas, ya llenas de energía.
—¿Vamos a ver al abuelo Daniel? —preguntó Emma, mientras se levantaba rápidamente y empezaba a buscar su ropa.
—Sí, cariño. Hoy iremos a visitarlo. Será una sorpresa para él —respondí con una sonrisa, disfrutando de la felicidad en sus rostros.
Mientras ellas se preparaban, observé la complicidad y la cercanía que compartían. En momentos como este, era evidente lo importante que era para ellas tener una familia unida. La idea de que Alex y yo pudiéramos ofrecerles ese tipo de estabilidad me llenaba de esperanza.
—¿Podemos llevarle flores al abuelo? —preguntó Samantha, mientras se ponía su vestido favorito.
—Claro que sí —respondí—. Podemos pasar por la florería en el camino y escoger algunas que le gusten.
Las niñas se apresuraron a ponerse sus zapatos, sus risas llenando la habitación con una alegría contagiosa. Las observé, sintiéndome agradecida por cada momento, por cada pequeña sonrisa y por el amor que llenaba nuestra casa.
Cuando estuvieron listas, tomé sus manos, una en cada una de las mías, y nos dirigimos hacia la cocina. Alex ya estaba allí, preparando café. Al vernos, sonrió y se acercó a besarme suavemente.
—Estamos listas para ir a ver a Daniel —le dije, con una sonrisa.
Alex asintió, su mirada reflejando el mismo sentimiento de satisfacción y amor que sentía yo. En ese momento, supe que todo lo que había pasado, cada decisión, cada sacrificio, nos había llevado hasta aquí, y no podía haber imaginado un lugar mejor para estar.
El viaje hacia la villa de mi padre fue tranquilo, pero mi mente no dejaba de girar en torno a las palabras que planeaba decirle. Las niñas estaban emocionadas, llenas de energía, charlando sobre qué flores le llevarían a su abuelo. Alex conducía en silencio, pero de vez en cuando me miraba, ofreciéndome esa mirada que me hacía sentir que todo estaría bien, sin importar lo que sucediera.
Cuando llegamos, la villa de mi padre se veía tan imponente y familiar como siempre. Las niñas saltaron del coche y corrieron hacia el jardín, donde los esperaba Daniel. Sus ojos se iluminaron al verlas y las levantó en un abrazo lleno de amor. Ver esa escena me llenó el corazón. Mi padre, a pesar de todo, había sido un buen abuelo para Emma y Samantha.
Mientras él jugaba con las niñas, me acerqué lentamente, sabiendo que este momento era crucial para ambos.
—Papá —dije, suavemente, llamando su atención. Sus ojos encontraron los míos, y aunque había amor en su mirada, también había un atisbo de preocupación.
—Alessandra —respondió, con una sonrisa—. Es tan bueno verte. ¿Cómo estás?
Respiré hondo, sabiendo que era el momento de hablar con él de todo lo que había pasado.
—Necesito hablar contigo —le dije, mientras él asentía, notando la seriedad en mi tono.
Nos alejamos un poco del jardín, hacia una terraza más privada. El viento acariciaba suavemente las plantas a nuestro alrededor, y el silencio que se formó entre nosotros pesaba.
—Hace unos días —comencé, sin rodeos—, Aurora vino a mi casa. Me contó por qué se fue, lo que pasó entre ustedes, y por qué sentiste que no tenías otra opción.
Daniel me miró en silencio, su rostro reflejando sorpresa y algo de dolor.
—Aurora… apareció —dijo, más para sí mismo que para mí, como si aún no pudiera procesarlo completamente.