Entre dos mujeres

CAPÍTULO 7

CLARISSA

El ama de llaves, se convirtió hoy en mi salvadora. Aunque por fuera mostraba fuerza, la realidad era otra. Ese hombre me ponía nerviosa; la manera en que me desafiaba, como si mi carácter y mal humor fueran un juego para él, un juego que le divertía.

Miré de reojo a la sala donde estaban él y varios amigos. Su cabello está desordenado, está recostado en el mueble de una manera despreocupado y sus ojos brillan mientras se ríe de algo que dijo la chica rubia que está a su lado. Es guapo, y odio tener que admitirlo.

—El señor Ignacio es un amor de persona —dice Bernarda, el ama de llaves, que pasó por mi lado y me cachó mirando a su jefe—. No viene mucho a la casa.

¿Un amor? Con todo lo que me dijo cuando estuve en el comedor, el amor no es la frase con la que lo definiera.

Fijo mi mirada nuevamente a donde está él y abro los ojos cuando sus ojos me atrapan viéndolo. Arqueó una ceja y apartó la mirada.

—El señor ha pedido un café, por favor, prepararlo y se lo llevas —Bernarda me indica cómo le gusta y se retira.

Hago lo que me pide y lo preparo. Lo dejo en la bandeja y me dirijo a la sala. No me apresuro, porque si no, voy a ocasionar un desastre y eso es lo que queremos evitar. Todos se quedaron en silencio cuando entró a la sala. Ignacio, fija la mirada en mí y me acerco para ofrecerle el café.

—Gracias —me dice.

Lo agarró y, accidentalmente, nuestras manos se rozaron. Él se aleja, como si mi contacto quemara, y no sé por qué, eso me hace sentir decepcionada.

Me retiro con el corazón a punto de salirse de mi pecho. Dejó la bandeja en la mesa y trató de regular mi respiración lo mejor que puedo. Miro la hora en mi reloj y apenas son las once de la mañana, todavía falta para irme. Última vez que le hago caso a mi hermana. Debí preguntarle a Vicky el nombre de la familia para la que trabajaba, y no decir que sí a la primera.

La mañana se me pasó más rápido de lo que imaginé. Limpie las habitaciones, preparé el almuerzo junto a Bernarda, además de que ayudé regando el jardín que tenía la señora detrás de la casa. Pero lo que más llamó mi atención fue la biblioteca que tenía en el segundo piso, que es una maravilla. Libros de todos los géneros, quedé enamorada desde que entré, pero no pude quedarme más tiempo, debido a que tenía otras cosas que hacer.

—Ve al despacho y limpia los pisos —gimo de lo cansada que estoy, otra orden más por parte de Bernarda y me iré de aquí—. No te quejes, niña, eres joven y puedes con esto y más.

Ruedo los ojos, y con mal humor, me dirijo al despacho. En el pasillo me encuentro con Ignacio, que tiene la oreja pegada en la puerta del despacho.

—¿Qué está haciendo? —digo, ocasionando que pegue un brinco del susto.

—Leona, casi me haces morir de un infarto… —Abre los ojos al darse cuenta de lo que ha dicho.

—¿Qué dijiste?

—Eh, no es lo que crees, solo que… —sus manos no se quedan quietas y me pone de los nervios—. Es que con tu pelo, y esas garras que sacas cada vez que nos vemos, pues, se me hace una leona, una dulce leona.

—Eres un idiota —dije entre dientes.

—Me encantan tus elogios, Leona, pero este no es el momento… —se pega a la puerta de nuevo—. No me dejas escuchar nada con tu habladera.

—Es que también eres un chismoso, eso es de mala educación —dije.

—Será mejor que salgamos de aquí.

—Tengo que limpiar.

—Luego lo harás, el despacho está ocupado por mi madre y… la madre de mi mejor amigo —la tristeza llena su rostro al decir esas palabras.

Caminamos en un silencio que me incomoda, pero no digo nada. Bernarda me espera con los brazos cruzados y cuando estoy por decirle lo que ha pasado, Ignacio se me adelante.

—Ber, mi madre está ocupada en el despacho, lo mejor será que lo limpien en otro momento.

—Está bien, señor —me sorprendió lo tranquila que sonaba, cuando unos minutos antes casi utilizaba mi cabello como lampazo.

Bernarda se retira y me deja sola con Ignacio.

—Mañana tendrás tiempo para terminar tu trabajo.

—¿Mañana? —me río—. Solo trabajo por hoy, estoy cubriendo a la amiga de mi hermana, no tendrás tanta suerte de verme otra vez.

—¿Siempre eres tan lengua suelta?

—A veces —le ofrezco una linda sonrisa.

Su mirada se endureció y sé que había logrado ponerlo de mal humor después de comportarse toda la mañana de manera chistosa y poco agradable. Se merece eso por ponerme un apodo tan fuera de lugar. ¿Leona? Me estaba comprando con un animal salvaje; los hombres cada día se vuelven más brutos al pasar los años.

—¿De verdad no me soportas o es jueguito tuyo? —musita, y se acerca más a mí—. Solo me has visto dos veces y ya me has catalogado lo peor que te ha pasado en la vida.

—¿Es obligado tener que caerme bien? —preguntó.

—¡A todo el mundo le caigo bien! —responde de mal humor.

—¡A mí no! —imitó su voz de forma burlona.




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