El sol caía picante sobre Los Alcarrizos, como si la calle estuviera en un sartén gigante. Luismi se acomodó el casco que ya estaba más raspado que la dignidad de un político en campaña, y prendió su motocicleta.
—Diablo, hoy sí que ta’ rabioso el calor —murmuró, mientras revisaba en su celular el próximo delivery.
Era un pedido para El Naco. Torres Altas, nombre elegante, gentes que ni sabe lo que es pasar una semana comiendo pan con agua de azucar. A Luismi le gustaban esos viajes porque le pagaban mejor, aunque siempre se sentía como si entrara a otro país sin pasaporte.
—Luismi, ¿pa’ dónde vas guaremate? —gritó el Gordo Kelvin desde la esquina.
—A buscarme lo’ mío, compai —respondió él con una media sonrisa.
—Dale, que un día de e’to tú va a coroná —le dijo Kelvin, chocándole el puño.
Luismi arrancó. El motor vibraba como si en cualquier momento fuera a desbaratarse, pero él lo manejaba con cariño, como quien guía a un amigo viejo. Atravesó la ciudad, viendo cómo el paisaje cambiaba, del desorden, los colmadones, la música alta… a las calles limpias, edificios altos y silencio de dinero.
Llegó a la torre. Vidrios brillosos, seguridad con cara seria, y un portón que olía a perfume caro y a aire acondicionado. El delivery era una sencilla cajita de dulces finos. “Caramba, qué vida la de los ricos, gastan más en postres que lo que yo gano en tres días”, pensó.
—Buenas tardes, joven. Suba al piso 16 —dijo el guardia, escaneando el recibo.
El ascensor fue subiendo… 5… 8… 12… y Luismi sintió que estaba dejando atrás su mundo, aunque fuera por unos minutos. Cuando la puerta se abrió, lo recibió un pasillo elegante.
Tocó la puerta del apartamento.
Unos pasos suaves se acercaron.
La puerta se abrió.
Y ahí estaba ella.
María Fernanda: piel clara, pelo largo, ojos marrones brillantes como si guardaran secretos. Vestida sencilla, pero se veía fina sin esforzarse. Luismi se quedó mudo. Era como ver a la protagonista de una película que él nunca podría pagar para ver.
—¿Luismi? —preguntó ella con una sonrisa tan cálida que él sintió que se le aflojaron las rodillas.
—Sí… digo, sí, soy yo… aquí… su dulce —balbuceó él, casi atragantándose con sus propias palabras.
Ella soltó una risita suave.
Luismi bajó la mirada, tímido, sudado, sintiéndose fuera de lugar.
—Gracias por venir tan rápido. ¿Cuánto es? —preguntó ella.
—Dosciento cincuenta —dijo él.
María Fernanda sacó su cartera, pero en ese momento su perrito —un pomeranian con más estilo que todo el barrio junto— salió corriendo. El perrito se lanzó al pasillo y Luismi reaccionó de una vez, agarrándolo antes de que se fuera al ascensor.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó ella, llevándose las manos al pecho—. ¡Gracias!
Luismi entregó el perrito.
Por primera vez, sus ojos se miraron de cerca.
Ella sonrió, genuina.
Él sintió que el corazón le hizo un dembow adentro.
—De verdad, gracias. ¿Cómo es que te llamas perdon?
—Luismi… —respondió, intentando sonar formal—. Luis Miguel.
—Mucho gusto, Luis Miguel. Yo soy María Fernanda.
María Fernanda le pasó un billete grande.
—Quédate con el cambio —dijo con una sonrisa sencilla.
Luismi casi se queda sin palabras.
—Gracias… —dijo bajito.
Ella se acomodó el pelo, un gesto nervioso sin quererlo.
—¿Tú haces delivery por aquí a menudo? —preguntó, curiosa, como si realmente quisiera saber de él.
—No mucho, pero… si cae uno, yo lo cojo —respondió él, tratando de verse tranquilo.
Hubo un pequeño silencio, pero no incómodo.
Ella lo rompió con una idea que le salió del corazón:
—Si quieres… me puedes dar tu número.
Así te llamo directo cuando necesite un envío.
Me sentí muy bien con tu servicio.
Luismi asintió, sin pensarlo dos veces.
Le dictó el número, cuidando que no se le trancara la lengua.
Ella lo anotó y sonrió otra vez, todavía suave, todavía natural.
—Listo. Gracias, Luismi.
—A ti… María Fernanda —respondió él, como si su nombre fuera algo bonito de decir.
—Que llegues bien —dijo ella antes de cerrar la puerta.