La mañana parecer ser perfecta para la navegante, con el sol brillando alto en el cielo, con el océano en frente cual campo azulino y la brisa tenue meciendo sus cabellos, inhala hondo recibiendo la humedad y el aroma del agua, suspira con una sonrisa pues las corrientes que la mueven con lentitud al estar su barco detenido causan sonidos placenteros; Naomi ya ha hecho un buen trecho desde las costas de Japón, quiere aprovechar el bello clima y qué mejor para ello que sentarse en los escalones de la proa de su yate —barco que su padre le obsequió para que haga viajes cortos en lugar de salir de excursiones largas, claro que desea ir frenando de a poco a su hija en las travesías que hace, pero eso no se lo ha dicho—, con los pies hacia el agua casi rozando la misma, la mirada perdida en el horizonte pero en completa paz.
¿Alguna vez has tenido un sitio predilecto donde tomas asiento y de pronto el mundo desaparece, donde todas tus penas son menos, donde eres tú mismo con la paz a flor de piel, la serenidad y la certeza de que todo irá bien en tu vida mientras no dejes de tener ese lugarcito secreto?
Bueno, para Naomi ese majestuoso y sublime sitio es nada más y nada menos que el mar, el océano, un lago, cualquier cuerpo de agua libre y abierto donde pueda dejarse ir con su espíritu a donde la aventura llame. Siempre ha sido así, nunca ha escatimado tiempo cuando se trata de algo relacionado con el mar y recuerda perfectamente cómo inició todo siendo una niña pequeña, pidió tomar clases de natación porque sus compañeros de salón hablaban mucho sobre el tema y sobre que era muy divertido; no hizo falta más que una sola clase para que encontrara su más profunda pasión, aprendió con rapidez, escaló los niveles de nado en esa institución, ganó competencias, concursos, pero lo suyo no estaba en competiciones por premios sosos o títulos que no se llevaría a la tumba. Y su primera visita a la playa marcó el inicio de su obsesión irracional con el océano, no entendía por qué más nunca le buscó gran significado, solo seguía lo que sentía, y si requería pasar semanas navegando sin nadie más que ella misma, pues que así sea.
Sí, esa era Naomi James.
Desvía la mirada del horizonte a sus pies, viendo el agua bajo estos que se mueve con parsimonia, sonríe porque se siente a gusto hasta que algo llama su atención. Frunce el ceño acercándose un poco para poder ver mejor, como no consigue mejorar la visión se recuesta sobre el último peldaño, se sostiene con su brazo izquierdo y su mano derecha puede tocar ligeramente el líquido, entrecierra los ojos tratando de hallarle forma a eso que parece querer emerger desde el otro lado, ¿Qué es? ¿Un pez? No, ya habría salido a la superficie de ser así, es como si se mantuviera viéndolo, a la expectativa de lo que va a pasar, como ella.
Con decisión, Naomi posa su palma sobre la superficie, el agua tocando su dermis y es cuando siente algo desde el otro lado, de pronto una mano grisácea también toca la suya sobresaltándola y antes de que pueda quitarse, una fracción de segundo fue lo que bastó, su mano fue aprisionada por una especie de garra con escamas que la jaló hacia el océano sumergiéndola sin más; Naomi pataleó cuando era jalada hacia lo profundo, peleó con lo que sea que fuera ese bicho extraño que la atacaba y se deshizo de su agarre, nadó con fuerza rumbo a la superficie, dio una bocanada de aire al salir, con el sol pegando de lleno en su rostro y dio un par de braceadas hasta la proa, se aferró al primer peldaño que quedaba al ras del agua e hizo fuerza para poder subir.
—¡Mierda! —gritó asustada, su cerebro trabajaba a toda velocidad tratando de comprender la experiencia que acababa de vivir, era demasiado para procesar en un segundo.
Con la mitad de su cuerpo sobre el yate fue que respiró hondo aliviada por haber escapado y de estar con vida tras unos minutos de quietud, su mente parecía dejar atrás las alertas, sin embargo, no podía no cuestionarse un hecho, ¿Qué carajos había sido eso? No sabía pero no pudo meditarlo mucho más tiempo cuando de nueva cuenta fue apresada por varias garras que la jalaron con tanta fuerza que terminó cediendo y golpeando su cabeza con el peldaño, cayó al agua inconsciente.
En tanto se hundía sin saberlo, perdida en la bruma que aquel golpe le brindó, sin saber que sus pulmones se llenaban de agua, un grupo de criaturas de lo más profundo del océano la rodeaban como tiburones, ansiando destrozarla mientras descendía a la fría oscuridad. Con sus cuerpos como humanos pero de tonalidad grisácea, con branquias y escamas, filosos dientes y colmillos, garras que con rapidez podrían haberla desmenuzado en un santiamén, se peleaban entre ellos para decidir quién devoraría enteramente a la humana que había sido su presa.
A cierta distancia, escondidos en la bruma oscura que el océano proporciona para proteger sus más grandes tesoros, dos seres observaban atentos la escena, compartiendo miradas entre ellos sabiendo que la humana no iba a sobrevivir si no intervenían, ¿deberían acercarse o seguir su rumbo? Por lo general, no acudían a rescatar a los del mundo terrestre, no eran enemigos en la actualidad más preferían mantener las distancias de ser posible. Uno de ellos, de hebras negruzcas con puntas azulinas como sus ojos, tez bronceada a pesar de no exponerse al sol, vestido con algo similar a una armadura fue el primero en acortar la distancia nadando con gran velocidad sin esforzarse en respirar pues los poros de su piel actuaban como branquias brindándole lo necesario para mantenerse vivo.
—Dejaremos que se la coman, ¿No? Parece que los alimentará por un buen tiempo y no deberemos ocuparnos de los destrozos que hacen estas bestias —habló el otro hombre de cabellos rojizos siguiéndole el paso—. Barnabas, ¿Estás seguro?
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Editado: 30.05.2025