El bosque oscuro ondeaba ante Gabriel y Daniel como un mar de pesadillas. Las ramas eran lenguas de fuego, retorcidas y hambrientas, y las criaturas que habitaban este lugar estaban hechas de cenizas vivas, con ojos brasas que brillaban en la penumbra.
Cada movimiento de las criaturas eran un susurro de desesperación y dolor, una danza macabra que resonaba con la propia agonía del bosque.
Gabriel, aún con sus alas liberadas, sentía el peso de la lucha en cada fibra de su ser. A su lado, Daniel, con Seraphiel en su interior, irradiaba una luz que desafiaba las sombras circundantes. Las criaturas del bosque se arremolinaban alrededor de ellos, sus cuerpos incandescente como cenizas arremolinadas en un huracán infernal.
— Este lugar es una manifestación de la desesperación — murmuró Gabriel, su voz un eco de su propio tormento interno.
— Pero donde hay desesperanza, también puede haber redención — resopló Daniel, con una resolución que era como un faro en la oscuridad.
Las criaturas atacaron en oleadas, sus formas deformes y ardientes se abalanzaron sobre los dos ángeles con una furia implacable. Gabriel y Daniel se defendieron con una sincronización perfecta, sus movimientos una danza de luz y sombra. Cada golpe de Gabriel era un rayo de esperanza que destrozaba las cenizas vivientes, mientras que Daniel, con Seraphiel en su interior, proyectaba un halo de pureza que desintegraba las sombras más densas.
En medio de ésta batalla, el cielo sobre la ciudad se desgarró con una grieta oscura. Astaroth, el Príncipe De La Oscuridad, había llegado a la tierra. Su presencia era un torbellino de caos, un vórtice que aspiraba la luz y escupía tinieblas. El portal que abrió era una herida en la realidad, una boca abisal por la que brotaban demonios y criaturas infernales.
Las calles de la ciudad, que antes estaban llenas de vida y colores, se transformaron en un campo de batalla apocalíptico. Edificios se derrumbaban, envueltos en llamas negras, el aire estaba cargado con el aroma acre del azufre y los gritos de terror resonaban como un coro de almas condenadas.
Las criaturas demoniacas surgían del portal como una ola de oscuridad, arrasando todo a su paso. Sus formas eran una amalgama de pesadillas, cuerpos retorcidos y rostros de horror.
Astaroth caminaba por las calles con una gracia sobrenatural. Su belleza era tan perturbadora como hipnótica, su piel parecía tallada en mármol, suave y fría, contrastando con sus ojos, pozos profundos de oscuridad y poder.
Su cabello, largo y oscuro, caía como cascada sobre sus hombros y su figura era esbelta y poderosa, como un ídolo de una era olvidada. Cada paso que daba eranun golpe de tambor en el corazón del caos, su mirada una promesa de ruina
— Observen mi obra — dijo Astaroth, su voz un susurro cargado de veneno — Este es el mundo que crearé, un dominio de sombras y dolor
Las almas de los humanos eran arrancadas de sus cuerpos como pétalos de una flor marchita, sus cuerpos caían al suelo, inertes, sumidos en un coma inducido. Las almas, etéreas y luminosas, flotaban en el aire atrapadas por un vórtice invisible que las conducían hacia el talismán oscuro en cuestión,. objeto que Astaroth sostenía. Dicho objeto, un artefacto de poder inmenso, era un abismo en miniatura, un remolino de energía que devoraba las almas con un hambre insaciable.
Mientras tanto, un nuevo jugador entraba en escena. Ian con Azrael en su interior, se dirigía hacia el caos. Su llegada era una ráfaga de esperanza en la tempestad de oscuridad. Azrael, el ángel, era una presencia solemne y poderosa, su mirada dorada era un pozo de eternidad y luz.
— Debemos detener esto — murmuró Ian, su voz entrelazada con la de Azrael — No permitiremos que el caos reine.
Las almas, arrastradas hacia el talismán, emitían un lamento que resonaba como una simfonía de tragedia. Eran succionadas por una fuerza demoniaca, conducidas al abismo de Luzbel supervisada con una mirada de fría satisfacción. Cada alma perdida era un trofeo, un recordatorio de su dominio sobre la luz.
Daniel y Gabriel, aún en el bosque de sombras, sintieron la llegada de Ian y Azrael. La conexión entre ellos era profunda, un lazo forjadoen la luz y la lucha. Con renovada determinación, se enfrentaron a las criaturas del bosque, sabiendo que cada batalla ganada era paso hacia la salvación.
En el corazón del caos, Astaroth observaba con satisfacción su obra maestra. Las calles eran un lienzode destrucciones, cada edificio caído y cada alma arrebatada eran pinceladas en su cuadro de ruina. Pero la llegada de Ian y Azrael era una mancha de luz que no podía ignorar. La batalla estaba lejos de terminar, y los ángeles estaban decidido a luchar hasta el último aliento.
Ian, con la sabiduría y el poder de Azrael, comenzó a purificar las calles, enfrentándose a los demonios con una furia justa. Su presencia era una llama en la oscuridad, una promesa de esperanza en medio de la desvastación. Las almas, aún atrapadas, sentían su presencia y sus lamentos se transformaban en cánticos de esperanza.
La lucha entre la luz y la oscuridad continuaba, cada momento un nuevo capítulo en la eterna batalla por el alma del mundo. Pero en medio del caos, la luz encontraba formas de brillar y los ángeles, con su determinación, seguían adelante, un faro de esperanza en un mar de desesperación.