La prisión donde Daniel ahora yacía inconsciente era un lugar de pesadilla hecha realidad, un abismo donde la luz se extinguía y el tiempo parecía detenerse.
Este dominio oscuro era una caverna vasta, sus paredes negras y húmedas destilando una energía malévola que se filtraba en el aire. La atmósfera era densa, cargada de una opresión palpable que pesaba sobre el espíritu como un yugo invisible.
Seraphiel, el ángel de las emociones, se encontraba atrapado dentro de Daniel, su esencia envuelta en las sombras de un conjuro oscuro colocado por el líder de las criaturas demoníacas. Este hechizo, un tejido de malevolencia y odio, se aferraba a Seraphiel como cadenas invisibles, impidiendo su liberación y debilitando su poder.
-¿Cómo hemos llegado a esto? -pensaba Seraphiel, su voz un eco de desesperación y dolor.
El lugar donde estaban era una amalgama de horrores. Las paredes de la caverna parecían respirar, exhalando un vapor sulfuroso que llenaba los pulmones con cada inhalación. Estalactitas negras colgaban del techo como garras retorcidas, y el suelo estaba cubierto de un lodo viscoso que adhería cada paso, ralentizando cualquier movimiento.
Las criaturas demoníacas que habitaban este lugar eran sombras en movimiento, sus formas indistintas y siempre cambiantes. Sus ojos, puntos de luz roja en medio de la oscuridad, seguían cada movimiento de Daniel y Seraphiel, llenos de un odio eterno. Estas entidades se deslizaban por la caverna como serpientes, susurros de maldad emanando de sus bocas sin forma.
-No hay escape de aquí, Seraphiel -susurraban las sombras, sus voces resonando como un coro de condena-. Este lugar es tu tumba eterna.
Seraphiel sentía el dolor de Daniel, tanto físico como emocional. Cada latido del corazón de su anfitrión era una pulsación de sufrimiento que reverberaba en su propia esencia. Estaba atrapado, incapaz de proteger a Daniel, incapaz de liberarse de las cadenas invisibles que lo mantenían prisionero.
-Debo salir de aquí, debo salvarlo -pensaba Seraphiel, su desesperación creciendo-. Pero este conjuro... es tan fuerte...
El líder de las criaturas demoníacas, una figura de sombras y fuego, se materializó ante ellos. Sus ojos eran abismos de oscuridad, y su sonrisa una curva de maldad pura. Se acercó a Daniel, su presencia llenando el espacio con una energía opresiva.
-Tú y tu ángel están atrapados, impotentes -dijo la figura, su voz un trueno de satisfacción-. Nadie puede liberarse de este lugar, nadie puede desafiarme y sobrevivir.
Seraphiel luchaba contra las cadenas invisibles, su esencia brillando con una luz tenue pero determinada. Sentía el peso del conjuro como una losa sobre su alma, pero no podía rendirse. No podía permitir que Daniel sufriera por su incapacidad.
-¡Gabriel! -gritó en su mente, aunque sabía que su hermano arcángel no podía oírlo-. Ayúdanos, por favor...
Mientras tanto, en el bosque de cenizas y fuego, Gabriel seguía buscando a Daniel con una desesperación que ardía como un fuego inextinguible. El bosque, un laberinto de sombras y destrucción, parecía extenderse sin fin, cada árbol carbonizado una barrera más en su camino.
Gabriel movía sus alas con fuerza, sus plumas irradiando una luz dorada que cortaba a través de la oscuridad. Sus ojos, normalmente serenos, ahora brillaban con una mezcla de furia y determinación. Cada paso que daba era una batalla contra la desesperanza, cada movimiento un desafío a la oscuridad que intentaba consumirlo.
-Debo encontrarlo - se repetía Gabriel, su voz un mantra de esperanza - No puedo permitir que caiga en manos de estas criaturas.
La desesperación de Gabriel era palpable, una fuerza que lo impulsaba a seguir adelante a pesar de la fatiga y el dolor. El bosque, con sus sombras susurrantes y su aire sofocante, parecía conspirar para detenerlo, pero él no se rendía. Cada golpe de sus alas era un latido de esperanza, cada paso un desafío a la oscuridad.
El suelo bajo sus pies se transformaba constantemente, de ceniza a barro, de barro a roca, cada cambio un intento del bosque por hacerle tropezar. Pero Gabriel, con su espada de luz en mano, seguía avanzando.
Cada árbol que cortaba con su espada brillaba brevemente antes de desintegrarse en polvo, cada sombra que se abalanzaba sobre él era reducida a nada por su luz celestial.
-Daniel, aguanta -susurraba Gabriel, su voz llena de emoción- Estoy cerca, lo sé...
En la prisión, Seraphiel sentía la desesperación aumentar. Cada intento de liberarse del conjuro oscuro era en vano, las cadenas invisibles se apretaban más con cada esfuerzo. El dolor de Daniel se filtraba en su propia esencia, un eco de sufrimiento que resonaba con cada latido.
-No puedo fallar... no ahora... -pensaba Seraphiel, su determinación debilitándose bajo el peso del conjuro.
Las criaturas demoníacas se acercaban, susurros de maldad llenando el aire. Se regocijaban en el sufrimiento de Seraphiel, deleitándose en su desesperación. Sus voces, una cacofonía de malicia, llenaban la caverna.
- Eres nuestro, ángel - decían- Nunca escaparás de aquí.
El líder de los demonios se acercó aún más, sus ojos de abismo brillando con una satisfacción perversa.
-Tu lucha es inútil, Seraphiel -dijo, su voz un cuchillo de hielo- Este lugar es tu fin. Tu esperanza es vana.
En el bosque, Gabriel sentía una fuerza renovada. Cada paso lo acercaba más a la verdad, cada golpe de su espada era un rayo de luz en la oscuridad. La conexión entre él y Seraphiel, aunque debilitada por la distancia y el conjuro oscuro, aún latía con una fuerza inquebrantable.
-Estoy aquí, hermano -pensaba Gabriel - No te rindas. No me rendiré tampoco.
Las sombras del bosque se retorcían a su alrededor, pero Gabriel las enfrentaba con una furia y determinación que parecía inagotable. Su luz brillaba con una intensidad cegadora, su voluntad era una espada de esperanza que cortaba a través de la oscuridad.