Con el enemigo en casa
Yo nací y crecí hasta un poco antes de la metamorfosis que me desfiguró el cuerpo en vertiginosas zonas montañosas, en Parras. Mientras mi sangre manchaba las sábanas que el médico había colocado para que mi madre se recostara durante el parto, en Tomochic corría la sangre de otra manera. En ese humilde poblado de Chihuahua corría la sangre de las madres, de los hijos, de los jóvenes violentamente asesinados por el ejército porfirista; se escuchaba el quejido de los viejos viendo apagarse la vida de su descendencia a manos del gobierno por el que se habían visto obligados a votar; la sangre de los que se convirtieron en héroes al luchar tenazmente por salvar a cualquiera de las cuarenta y tres mujeres o a los setenta y un niños que restaban en el pueblo y que finalmente, pese a su homérica valentía, habían terminado en volátiles cenizas perdiéndose en lo más infinito del cielo cuando las llamas devoraron al pueblo cuya tierra había quedado teñida de un rojo glorioso… Mi estrella estuvo marcada desde un principio por el crudo terrorismo con el que eran tratados los campesinos que brutalmente eran despojados de sus tierras que honorablemente habían sido heredadas, no con papeles, sino con la solemne palabra de una estirpe nacida muchos milenios atrás. Más de una vez llegué a contemplar la severa humillación con la que eran tratados los hombres y mujeres campesinos. Curiosamente me avergonzaba lo que a ellos les avergonzaba. Sentía mi espíritu humillado porque al igual que yo esa gente era humana, comía, dormía, querían divertirse como yo, como todos… pero no era así para ellos. Nacer en el año en el que los tomochitecos lucharon con tremenda enjundia es todo un honor y orgullo.
Mi padre, Eraclio Samperio, había desarrollado amplios sembradíos de manzana, papa y nuez. Con el tiempo se había asociado con un grupo de viñateros que propició una posición económica formidable. Nuestra patria estaba siendo invadida por foráneos que perforaban la tierra por doquier para obtener petróleo. El gobierno dio muchas libertades a los inversionistas extranjeros. Lo que importaba era que el dinero se moviera dentro de territorio nacional sin importar que para lograr ese propósito se tuviera que sacrificar sangre obrera.
Yo era una niña totalmente ajena a todas esas situaciones que los adultos toman como prioridades en sus vidas; sin embargo, y pese a los dolores que la patria padecía hasta hacerla retorcerse en silencio, para mí fueron tiempos de una dicha infantil que hasta ahora me ha sido difícil olvidar. No era tanto por la posición económica, bueno, aunque tuvo mucho que ver por las comodidades que teníamos; sin embargo, creo que más que nada fue por la unión que siempre vi entre mis padres, el amor que irradiaban hacia nosotros pese a las múltiples ocupaciones que llenaban sus agendas. Mi padre era autoritario, pero soportable; mi madre bondadosa y dedicada a embellecer la casa, cultivar su valor individual y claro, que sus hijos fueran un ejemplo de pulcritud y educación. Compartíamos muy poco tiempo con ellos, las nodrizas y otros empleados de la casa se encargaban de casi todas nuestras necesidades básicas y de paso nos hacían la vida divertida. Eso influyó mucho en mi vida postrera cuando tuve una mucama tan jovencita que simplemente la trataba como a mi hermana, tal vez porque nunca tuve una imagen adversa de esa gente que siempre nos tenían todo a la mano y que hasta donde yo recuerdo siempre fueron algo muy familiar y no simples trabajadores en nuestra familia.
Mi padre fue fiel defensor del porfiriato. Algunos pasillos de la casa lucían grandes pinturas ecuestres del líder nacional y en la biblioteca no podían faltar todos aquellos discursos del hombre que para muchos, había sido el redentor económico de la nación. Siempre se opuso a toda doctrina contraria a la filosofía de un Porfirio Díaz que aunque a su manera, había sacado al país de un olvido internacional. Su vida y obra eran el pan nuestro de cada día, era charla obligada a la hora de entrar al comedor; incluso, era para ese hombre que se proclamaba ser mi padre una absoluta irreverencia dejar la mesa mientras que la conversación sobre el dictador estaba en curso. Me parecía increíble, bueno, todavía me sigue pareciendo, cómo lo idolatraba, cómo soñaba con estrecharle la mano según él, a un caudillo como ése y sentir la vibración de un poder divino injertado desde el principio de los tiempos, cuando todavía era una larva espiritual en las mansiones donde se incuban los hombres que cambiarán el rumbo de la humanidad.
─Su fiereza─ defendió mi padre durante una cena de Navidad─, y su carácter, lo han llevado a hacer de la república lo que ninguno ha podido, ¡Véanlo por sí mismos, ni los reyes de España lo lograron! … Una tierra progresista donde se puede caminar tranquilamente por sus calles que muy semejantes son a las de la misma España. Si voltean a ver a su alrededor, todo cuando nos rodea es fruto de un trabajo sin tregua, de una dedicación pura y no a un ego personal, como muchos detractores dicen, sino a una inmersión en el alma misma de nuestra patria para sacarla de la vejación a la que otros la habían condenado. Todo esto que nos rodea es lo que nuestro Porfirio Díaz ha logrado concebir de entre el fango de una inutilidad lerdista. Lo mejor que pudo haber hecho Lerdo es haberse ido, de haberlo tomado en sus manos, Díaz mismo lo hubiera fusilado. Pero papá─ me atreví a interrumpir en esa ocasión a sabiendas que una mujer, y más aún yo, hija del distinguido terrateniente Eraclio Samperio, no tenía voz ni voto en esas conversaciones─ se nos ha dicho que Juárez fue pilar en la Reforma y de… y repentinamente mi voz se apagó al comprender en cuestión de segundos que mi intento de salvar el honor de Juárez no sería bien recibido. Callé apremiantemente ante la fiera mirada de ese hombre que sin tentarse el corazón se puso de pie, se dirigió hacia mí y sin importarle mi tierna edad me tiró al suelo de certera bofetada. Vi cómo mi madre se incorporó, pero de inmediato volvió a sentarse. Tampoco ella se atrevía a contraponer las decisiones de ese patriarca que ya para ese tiempo empezaba a ser expulsado de mi corazón.