Entre El Cielo Y El Abismo

Traición Y Dolor

La noche yacía pesada sobre el claro secreto, envuelta en luz estelar y susurros de viento. Por un instante fugaz, el mundo pareció inmóvil, como si los mismos cielos se hubiesen cansado de presenciar un amor prohibido florecer en silencio. Gabriel y Luzbel permanecían lado a lado, sus manos rozándose apenas, la frágil paz de su unión ardiendo como un fuego contra el frío decreto de la eternidad.

Pero la paz es frágil, y las sombras son pacientes.

En el corazón de Luzbel, tormentas se reunían como nubes negras presionando los bordes de su alma. La voz de Belial—el susurro eterno, el siseo de la serpiente—seguía acosando su mente. Los celos caían como veneno en sus venas, lentos pero implacables, convirtiendo la ternura en inquietud, y el amor en tormento.

Gabriel, radiante y sereno, percibía la fractura, pero no su profundidad. Para él, Luzbel era la herida y la cura, el pecador y el amado. Pero para Luzbel, cada palabra de amor venía encadenada a la duda, cada abrazo ensombrecido por la pregunta fantasma: ¿Y si Gabriel no es más que una máscara de luz?

La Tortura de la Duda

Luzbel no podía escapar.
Cuando cerraba los ojos, veía la sonrisa de Gabriel—suave como el amanecer. Pero en el instante siguiente, el veneno de Belial torcía esa imagen en engaño, y los ojos dorados de Gabriel se volvían dagas relucientes de traición.

Vagaba solo por el abismo, caminando bajo arcos de cavernas tallados por fuego y pena. Sus alas se desplegaban anchas, sombras aferrándose a cada pluma como ceniza, temblando de desasosiego.

—¿Es mío? —susurraba Luzbel al vacío.

Pero el vacío solo devolvía silencio.

La voz de Belial llenaba ese silencio.

—Los ángeles no cambian. Ellos destruyen. No pueden amar a alguien como tú.

Las palabras, suaves como terciopelo, se enredaban en la mente de Luzbel como cadenas. Se hundían en su alma, y aunque ansiaba rechazarlas, palpitaban con el ritmo de su propio miedo secreto.

Su corazón era un campo de batalla donde la luz de Gabriel y el veneno de Belial chocaban sin descanso. Un instante se ahogaba en deseo, al siguiente en furia. Su amor era a la vez refugio y tormento, una llama que lo calentaba solo para abrasar su carne.

El Susurro Hecho Carne

Pasaron dos noches sin la presencia de Gabriel. Dos noches que se estiraron como una eternidad, donde el silencio se profundizó y la sospecha prosperó. Belial aguardaba este momento—la grieta en la fe de Luzbel.

Desde la oscuridad, conjuró ilusión. Con un gesto cruel y preciso, pintó el aire con visiones: Gabriel en consejo con los ángeles, sus labios moviéndose como en conspiración, sus ojos dorados fríos. Sus voces, aunque fabricadas, murmuraban traición.

—Mira —siseó Belial, su voz retumbando como trueno en el cráneo de Luzbel—. Te lo dije: él no es amante, solo espía. Habla de destruirte. Juega contigo como el Cielo le ordena.

El pecho de Luzbel se tensó, su respiración se volvió áspera. La visión lo marcaba como hierro al rojo vivo. Quería rechazarla, pero las palabras de Belial ya habían echado raíces en su corazón. Su amor vaciló, derrumbándose bajo el peso del miedo.

La Acusación

Esa noche, Gabriel llegó. Descendió al claro, sus alas blancas y doradas brillando, su rostro iluminado por la calma devoción. No traía arma ni escudo, solo el amor que lo había unido a Luzbel en desafío a las leyes del Cielo.

Pero los ojos de Luzbel ya estaban envenenados. Ardían con fuego azul, la furia y la desesperación entrelazadas en uno. Su voz fue trueno, temblando de angustia.

—¿Es esto cierto, Gabriel? —rugió Luzbel, avanzando, su aura convertida en tormenta de sombras—. ¿Me has engañado? ¿Has estado jugando conmigo todo este tiempo?

Gabriel se quedó inmóvil, atónito ante el veneno en el tono de su amado. El dolor destelló en su rostro como un relámpago. Lentamente extendió la mano, temblando.

—No, Luzbel. Nunca. Preferiría quemar mis alas antes que traicionarte. Esto es el engaño de Belial. No dejes que sus mentiras te consuman.

Pero sus palabras chocaban contra muros de sospecha. La semilla de los celos ya había brotado en un monstruoso árbol, cuyas raíces se enroscaban en la razón de Luzbel.

—¡Mentiras! —gritó Luzbel. Su mano se alzó y de ella brotó un torrente de energía oscura, desgarrando la noche con su resplandor destructivo. El golpe alcanzó a Gabriel, obligándolo a retroceder, aunque él no contraatacó. Sus alas lo protegían, la luz brillando contra la oscuridad.

—¡Luzbel, por favor, escúchame! —suplicó Gabriel, su voz quebrada por la desesperación. Su escudo de luz resplandecía, no para herir sino para resistir, negándose a dañar a quien amaba—. ¡No dejes que Belial nos destruya!

Pero el amor, una vez fracturado, puede convertirse en un filo más afilado que el odio. Cada ruego solo profundizaba la furia de Luzbel, pues a su corazón atormentado la calma de Gabriel le sonaba a burla.

La Batalla de Luz y Sombra

El claro se convirtió en un crisol de guerra. Sombras y llamas brotaron de las manos de Luzbel, desgarrando la tierra, arrancando árboles, quebrando la piedra. La luz de Gabriel se alzó frente a ello, radiante pero contenida, protegiendo pero nunca atacando.

No era la batalla de enemigos, sino la de amantes—uno desesperado por probar su inocencia, el otro consumido por el espectro de la traición.

Sobre ellos, las estrellas temblaban, como si el mismo Cielo llorara ante aquel espectáculo.

Belial permanecía oculto en la arboleda, observando con deleite. Su risa—baja, venenosa—ondulaba por la noche. Este era su triunfo: el amor convertido en ruina, la devoción torcida en guerra.

La Rendición

Al fin, Gabriel bajó su escudo. Sus alas doradas se apagaron, sus brazos se abrieron en rendición. Su voz fue suave, pero tronó en el corazón de Luzbel.




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