El descenso de Gabriel comenzó como un susurro, un suave desliz por los cielos heridos. Pero lo que inició como una triste melodía pronto se tornó cataclismo, una espiral de violencia y desesperación. Los mismos cielos parecían estremecerse ante su destierro, las nubes desgarrándose como si lloraran por su hijo perdido.
Los vientos aullaban como bestias, desgarrando su cuerpo. Sus alas antaño majestuosas—esos estandartes radiantes de blanco y oro que habían llevado himnos a través de la eternidad—ahora estaban desgarradas, carbonizadas por el fuego celestial. Cada pluma que caía de él no era mero plumaje, sino un fragmento de su alma, disolviéndose en ceniza ante sus ojos llorosos.
Caía, y el mundo se difuminaba en nada más que sombra y viento. Su corazón se resquebrajaba con cada segundo que pasaba, como si cada instante de descenso fuera otra cadena apretándose alrededor de él. La esperanza se desintegraba en la tormenta de su caída, dejando solo el dolor, afilado como mil dagas tallando la frágil carne de su espíritu.
Recuerdos como Cuchillas
Mientras el abismo lo devoraba, los recuerdos surgían sin piedad—radiantes y crueles.
Vio el jardín secreto donde él y Luzbel se habían encontrado alguna vez, besados por la luna y acallados por el aliento de flores que solo florecían para ellos. Vio estrellas temblando, como si se hubieran encendido únicamente para coronar su amor. Y lo escuchó—la risa de Luzbel, baja y profunda, extendiéndose como terciopelo sobre el silencio de la noche.
Cada recuerdo era una daga. Cada evocación, antes bálsamo, ahora veneno. La dulzura del amor se transformaba en la agonía de la ausencia. Se aferraba el pecho como si pudiera atrapar los restos de aquellos momentos dentro de sí, pero se escapaban, disolviéndose en la fauces negras de su caída.
¿Cómo podía el amor, puro y ferviente, llevar a esto?
El Abismo de Hielo
La caída no terminó con un estruendo, sino con silencio.
Gabriel despertó en quietud, tendido sobre una llanura desolada de escarcha. A su alrededor se extendía una vasta inmensidad de hielo y montañas congeladas, tan dentadas como colmillos rotos mordiendo un cielo de hierro. Este era su castigo: el Reino del Hielo Eterno, donde hasta la esperanza se congela y el tiempo mismo parece tiritar.
Se levantó con dificultad. Su cuerpo dolía, desgarrado por el descenso, pero no eran las heridas de carne lo que ardía, sino el vacío donde habían estado sus alas. Su espalda, antaño trono de luz, estaba ahora marcada y abierta, la sangre cristalizada en fragmentos que brillaban crueles contra la escarcha. Cada movimiento enviaba escalofríos de dolor a través de sus huesos.
El aire pesaba de silencio, roto solo por los crujidos del hielo bajo sus pies. Cada respiración le quemaba los pulmones como astillas de vidrio. El frío no era mera temperatura—era juicio. Se hundía en su médula, un verdugo implacable que devoraba su alma.
Gabriel caminaba. El paisaje era interminable, y siempre el mismo: ríos congelados serpenteando como víboras de cristal, acantilados centelleando de escarcha como catedrales de desesperanza, cavernas que resonaban con susurros que no eran suyos.
A veces gritaba. El nombre de Luzbel caía de sus labios, tembloroso, llevado por el viento hasta estrellarse contra muros de hielo. Pero solo el silencio respondía—un silencio tan vasto que parecía burlarse de él.
Una Corona de Espinas de Escarcha
El tormento del reino era más que físico. Sombras danzaban dentro del hielo, esculpiendo ilusiones. A veces, Gabriel juraba ver el reflejo de Luzbel en los ríos congelados, sus ojos violetas devolviéndole la mirada con tristeza. Otras veces, veía la sonrisa de Belial tallada en el hielo, aguda y cruel, susurrando que había sido abandonado tanto por el Cielo como por el Infierno.
El hielo mismo se convirtió en su corona de espinas. Se incrustaba en su espíritu, obligándolo a revivir cada traición. Sus hermanos, arrancando sus alas con fuego implacable. Su amante, golpeándolo con furia nacida de la duda. Cada visión se repetía, una y otra vez, hasta que Gabriel ya no podía distinguir si caminaba en memoria o en realidad.
Su voz, que alguna vez portó himnos, ahora áspera y rota, se quebraba en sollozos que se dispersaban sobre las llanuras heladas. Sus lágrimas se congelaban en sus mejillas, diminutas perlas de dolor que nunca se derretían, sellando su agonía en su propia piel.
Estaba solo. Solo con su dolor. Solo con el conocimiento de que su único crimen había sido amar.
El Peso de la Traición
En su soledad, la mente de Gabriel se fracturaba. Se susurraba a sí mismo, fragmentos de palabras cosidas con agonía.
—Me condenaron… por amor. Por amor.
Entonces rió, una risa hueca y rota que retumbó en las paredes de la caverna como un réquiem. El sonido helaba incluso el aire congelado.
La traición de sus hermanos lo desgarraba—Miguel, Rafael, Uriel, los seis que alguna vez habían cantado con él en perfecta armonía, ahora lo habían arrojado a la ruina. No habían visto amor—solo traición. No habían visto devoción—solo corrupción.
Pero la herida más profunda, la más venenosa, era Luzbel. El recuerdo de su ataque—la furia en esos ojos, el veneno en su voz—lo atravesaba más salvajemente que las llamas del Cielo. Gabriel se llevó la mano al pecho como si pudiera arrancar el dolor, pero este permanecía, palpitante, implacable.
¿Fue amor… o solo ilusión?
El pensamiento lo atormentaba mientras el hielo le devoraba los pies, arrastrándolo más y más a la desesperación.
La Ira y Ruina de Luzbel
Muy abajo, en el trono negro de obsidiana tallado por llamas, Luzbel comprendió al fin el engaño de Belial.
El inframundo tembló con su furia. Los ríos de lava se alzaron, escupiendo fuego como serpientes hacia el cielo. Los demonios retrocedían, temblando, mientras el rugido de Luzbel sacudía los cimientos mismos del Infierno.