Isabella
El viernes se presentaba igual de gris que los días anteriores. Cuando Isabella salió de la oficina al mediodía para recoger unos documentos en otra sucursal cercana, la lluvia comenzó a caer con más fuerza. Había olvidado su paraguas en casa y, a pesar de cubrirse con el abrigo, terminó empapada al regresar.
Al entrar al edificio, escuchó una voz conocida detrás de ella.
—¿Olvidó el paraguas, Rossi?
Jonathan acababa de llegar también, con un paraguas negro aún mojado en la mano. Isabella sonrió, algo avergonzada por su aspecto.
—Sí, señor Blake. No pensé que la lluvia se intensificaría tanto.
Él la observó por un momento, como evaluando si debía decir algo más. Finalmente, caminó hacia el ascensor junto a ella. El silencio fue incómodo al principio, hasta que Isabella, sin pensarlo demasiado, comentó:
—Seattle es hermosa… incluso con tanta lluvia. Me recuerda a ciertas ciudades europeas.
Jonathan la miró de reojo. No respondió de inmediato, pero Isabella juró ver una leve curva en sus labios, casi como una sonrisa contenida.
Más tarde, cuando ella volvió a su escritorio empapada y con frío, encontró sobre su mesa una taza de café caliente. No había nota ni explicación, pero al girar la cabeza, alcanzó a ver a Jonathan concentrado en sus papeles, como si no supiera nada.
Isabella tomó el café entre sus manos, y aunque no podía confirmarlo, supo exactamente quién lo había dejado allí.
Jonathan
El clima en Seattle era impredecible, pero para Jonathan la lluvia era parte del paisaje. Caminaba hacia la oficina con su paraguas cuando la vio: Isabella, entrando apresurada, con el abrigo empapado y el cabello húmedo.
—¿Olvidó el paraguas, Rossi? —preguntó, más como un comentario espontáneo que como una crítica.
Ella respondió con esa mezcla de timidez y firmeza que empezaba a reconocer en ella. Jonathan no dijo nada más, pero en el ascensor escuchó su voz hablando de la ciudad. “Seattle es hermosa… incluso con tanta lluvia”. No era una frase trascendental, pero algo en la manera en que lo dijo lo hizo detenerse. Había dulzura en su forma de mirar incluso lo gris.
Durante el resto del día intentó concentrarse en los contratos, pero la imagen de Isabella, empapada y sonriendo, se repetía en su mente. Al verla en su escritorio, frotándose las manos para entrar en calor, Jonathan tomó una decisión que no entendió del todo: pidió un café adicional al pasar por la sala de descanso y lo dejó sobre su mesa, sin decir palabra.
Cuando ella levantó la mirada y sus ojos se cruzaron por un segundo, Jonathan se obligó a aparentar indiferencia y siguió leyendo un documento.
Pero por dentro, supo que ese pequeño gesto significaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.