Isabella
El lunes amaneció con ese tono gris que parecía tatuado en los cielos de Seattle. La lluvia fina golpeaba los ventanales del apartamento de Isabella mientras terminaba de empacar su bolso para ir a la oficina. No era un lunes cualquiera: había algo diferente en el ambiente, un leve cosquilleo de nervios que no lograba explicar. Quizá era por la caja de cartón que descansaba sobre la mesa de su cocina.
La había preparado la noche anterior, en un impulso difícil de frenar. Dentro había pastelitos italianos, pequeños cannoli que había aprendido a hornear siguiendo las recetas de su abuela. Era una tradición familiar que solía reservar para ocasiones especiales, y aunque se repitió varias veces que aquello no era más que un gesto amable hacia sus compañeros, en el fondo sabía que había un destinatario en particular.
Durante el trayecto en autobús hasta la oficina, se preguntó si estaba cruzando una línea invisible. ¿Era apropiado llevar dulces caseros? ¿No sería demasiado personal? Se reprendió a sí misma en silencio, recordándose que lo hacía “para todos”, no solo para él. Aun así, la idea de que Jonathan Blake probara algo preparado con sus propias manos le aceleraba el pulso.
Cuando llegó, aún no había demasiada gente en la oficina. Caminó con paso rápido hasta la sala de descanso y dejó la caja sobre la mesa, colocando encima una pequeña nota escrita con su letra elegante: “Para un inicio de semana más dulce”. No firmó su nombre; no quería que pareciera un gesto demasiado evidente. Solo un detalle anónimo que, quizás, alegrara la mañana de alguien.
El día continuó entre llamadas y correos electrónicos. Isabella intentaba concentrarse, pero cada tanto sus ojos se desviaban hacia la puerta de cristal que daba al despacho de Jonathan. Lo veía entrar y salir, serio como siempre, con esa concentración imperturbable. Sin embargo, cerca del mediodía, al pasar por la sala de descanso, se dio cuenta de que la caja ya no estaba allí.
Más tarde, cuando llevó unos documentos a su jefe, notó algo que le provocó un vuelco en el estómago: sobre el escritorio de Jonathan descansaba una taza de café, y a un lado, uno de sus cannoli, con una mordida a medio terminar. El pastelito se veía ligeramente desordenado en contraste con la pulcritud de la oficina, como si hubiera irrumpido en aquel espacio ordenado con un pedacito de calidez hogareña.
Isabella sintió que una sonrisa se escapaba de sus labios antes de que pudiera contenerla. No había agradecimiento, ni palabras, ni siquiera una mirada compartida. Pero ese pequeño detalle —saber que él lo había probado— fue suficiente para que su corazón se sintiera más ligero durante el resto del día. Era solo un gesto, uno diminuto, pero que significaba mucho más de lo que estaba dispuesta a admitir incluso para sí misma.
Jonathan
Los lunes siempre habían sido iguales para Jonathan: una interminable sucesión de reuniones, reportes financieros y llamadas que parecían no tener fin. Llegaba temprano y solía sentir que el edificio entero lo aplastaba con su silencio. Esa mañana no era diferente, o al menos eso creyó hasta que entró en la sala de descanso en busca de café.
Allí, sobre la mesa central, había una caja cerrada con una nota simple. “Para un inicio de semana más dulce”. Jonathan la leyó dos veces. La caligrafía era delicada, ligeramente inclinada hacia la derecha, y en ese instante supo, sin necesidad de confirmarlo, quién la había escrito.
Tomó la caja y la abrió con cautela. Dentro, alineados con cuidado, había pequeños pastelitos. Jonathan dudó unos segundos. No solía comer nada que no conociera, y menos algo casero dentro de la oficina. Pero la curiosidad, y quizás algo más profundo que no quiso reconocer, lo llevó a probar uno.
El sabor lo sorprendió. Crujiente por fuera, suave por dentro, con un relleno dulce que le recordó a algo de su infancia. Por un instante, una imagen fugaz cruzó su mente: su madre en la cocina de la casa donde creció, preparando dulces parecidos en los días fríos. Ese recuerdo lo golpeó con una ternura inesperada, y por un segundo, dejó de sentirse como un hombre atrapado en la rutina implacable de las finanzas.
Volvió a su oficina con el pastel en la mano, distraído, casi sonriendo sin darse cuenta. Lo dejó junto a su café y se obligó a sumergirse en documentos. Pero no podía evitar que su mirada se desviara hacia aquel pequeño cannoli como si fuese un símbolo extraño de algo que él había olvidado: la calidez, lo casero, lo cercano.
Durante el día, pensó varias veces en agradecer el detalle. Podía hacerlo con una frase simple, quizá un “gracias por los dulces” durante alguna conversación de trabajo. Sin embargo, no lo hizo. Parte de él temía que al mencionarlo todo se volviera demasiado obvio, y prefería guardar ese gesto como un secreto personal.
Cuando Isabella entró en su oficina más tarde para entregarle unos documentos, Jonathan sintió un impulso extraño de observarla con más atención. La manera en que colocaba los papeles sobre la mesa, la serenidad de su voz al explicarle un par de notas, y sobre todo, esa calma que parecía irradiar… Todo adquiría un nuevo significado.
No dijo nada. Se limitó a escucharla, asentir y devolverle una carpeta. Pero cuando ella salió, su mirada se quedó un segundo más en la puerta cerrándose. En su interior, Jonathan reconoció algo que lo inquietó: ya no la veía únicamente como su secretaria. Había empezado a verla como alguien que, con un gesto tan simple como dejar un dulce en la oficina, era capaz de iluminar un lunes gris en Seattle.