Isabella
El martes amaneció un poco más luminoso, aunque la lluvia seguía cayendo, como si Seattle no quisiera despojarse nunca de su manto gris. Isabella llegó temprano a la oficina, quizá demasiado. No lo planeó, simplemente despertó antes de que sonara el despertador y no pudo volver a conciliar el sueño. Había algo en su mente, una sensación que no quería admitir: la posibilidad de que Jonathan hubiera probado uno de los cannoli.
Cuando cruzó la recepción, trató de actuar con naturalidad, como si el gesto del día anterior no tuviera importancia. Pero por dentro sentía una mezcla de ansiedad y curiosidad. Al pasar junto a la sala de descanso, notó que la caja había desaparecido por completo. Ni rastro de papelitos arrugados ni restos olvidados. Aquello podía significar dos cosas: o los compañeros habían devorado todo con rapidez, o Jonathan se había llevado el resto. Esa última posibilidad hizo que una calidez secreta le recorriera el pecho.
La mañana transcurrió en un vaivén de tareas: contestar correos, organizar la agenda del señor Blake, programar reuniones. Todo seguía igual, pero Isabella notaba algo distinto en el aire. Tal vez eran solo sus nervios, aunque había momentos en que sentía una atención silenciosa detrás de las puertas de vidrio de aquel despacho.
Fue al final de la mañana cuando se presentó la ocasión. Debía confirmar un viaje de negocios para Jonathan y necesitaba su firma en algunos documentos. Golpeó suavemente la puerta de su oficina, y al escuchar su voz grave diciendo “Adelante”, entró con los papeles en la mano.
Él estaba de pie, junto al ventanal, con una taza de café. La luz gris filtrada por las nubes dibujaba sombras en su rostro. Isabella lo observó apenas un segundo antes de avanzar y dejar los documentos sobre el escritorio.
—Aquí tiene los detalles del viaje a San Francisco, señor Blake —dijo en tono profesional.
Jonathan asintió sin volverse de inmediato. Tomó un sorbo de café, y luego, con voz tranquila pero más suave de lo habitual, preguntó:
—¿Suele hornear a menudo?
Isabella parpadeó, sorprendida. Su corazón dio un vuelco, pero logró mantener la compostura.
—A veces… —respondió—. Es una costumbre que me viene de familia.
Él se giró entonces, con la taza aún en la mano. La miró con una expresión que no era la habitual seriedad de negocios; había un matiz de curiosidad genuina, casi cercano.
—Estaban muy buenos —dijo simplemente.
Esa frase, tan breve, se sintió como una confesión inesperada. Isabella bajó la mirada un segundo, reprimiendo una sonrisa que amenazaba con delatarla.
—Me alegra que le gustaran —contestó con voz suave.
El silencio que siguió fue denso, pero no incómodo. Fue un silencio distinto, como si ambos supieran que acababan de compartir algo que iba más allá de lo laboral. Isabella recogió los papeles firmados y, con un leve asentimiento, se retiró. Al salir de la oficina, notó que su respiración era más ligera, casi como si hubiera estado conteniendo el aire durante todo el encuentro.
Mientras volvía a su escritorio, comprendió algo que hasta entonces había intentado negar: aquel vínculo silencioso estaba creciendo. No sabía hacia dónde los llevaría, pero ya era imposible ignorarlo.
Jonathan
El martes empezó como cualquier otro: reportes que revisar, juntas que preparar, llamadas que atender. Sin embargo, había algo distinto en él, un eco persistente que lo acompañaba desde la noche anterior. Había terminado el día pensando más de la cuenta en aquel detalle de los cannoli. No en los dulces en sí, sino en lo que representaban: alguien había puesto tiempo y dedicación para endulzar un lunes rutinario. Y él estaba seguro de quién había sido.
La mañana avanzaba, pero su mente regresaba constantemente a la misma pregunta: ¿por qué lo había hecho? ¿Fue un gesto para todos o había un destinatario en particular? Jonathan sabía que no debía interpretar demasiado, que debía mantener la distancia que imponía su cargo. Aun así, cuando Isabella entró en su oficina con los papeles del viaje, la tentación de mencionarlo fue más fuerte que la costumbre de guardar silencio.
Al verla cruzar el umbral, percibió algo distinto en ella. Había una calma en sus movimientos, un cuidado en la forma de hablar que contrastaba con el bullicio de los demás empleados. Cuando colocó los documentos sobre el escritorio, Jonathan sintió la urgencia de agradecerle. No era propio de él detenerse en esos detalles, pero en esa ocasión lo hizo.
—¿Suele hornear a menudo? —preguntó, observando cómo un leve desconcierto se dibujaba en su rostro.
La respuesta de Isabella fue sencilla, casi tímida, pero bastaba. Confirmó lo que él ya sabía. Y al reconocer el origen de ese gesto, Jonathan experimentó algo inesperado: gratitud. No por el sabor del dulce, sino por lo que significaba recibir un pedazo de la vida personal de alguien más, algo tan poco común en su mundo de reuniones frías y contratos interminables.
—Estaban muy buenos —dijo, y al pronunciarlo notó que su voz tenía un matiz distinto. Menos formal, más personal.
Cuando ella respondió con aquella sonrisa contenida, algo en Jonathan se movió. Fue un instante breve, apenas unos segundos, pero suficiente para que se diera cuenta de que estaba cruzando una línea invisible. Una línea que separaba lo estrictamente laboral de lo personal.
Mientras la veía salir de la oficina, con los papeles firmados en la mano, Jonathan se quedó mirando la puerta cerrarse. Se reprochó en silencio haber permitido ese intercambio, pero al mismo tiempo, no podía ignorar el alivio extraño que sintió. Como si esa breve conversación hubiera iluminado el día más que cualquier cifra en los reportes.
No lo admitiría en voz alta, pero lo cierto era que, por primera vez en mucho tiempo, esperaba con ansias el próximo martes, o cualquier día en que pudiera encontrar otra excusa para hablar de algo que no fueran negocios.