Isabella
El martes amaneció con la típica llovizna de Seattle, ese manto gris que parecía cubrirlo todo. Isabella llevaba apenas tres meses en la ciudad, pero todavía le sorprendía cómo la lluvia formaba parte inseparable de la vida allí. A veces sentía que los paraguas eran una extensión del cuerpo humano.
Al entrar al edificio, se quitó el abrigo húmedo y saludó con una sonrisa al recepcionista. En el ascensor repasó mentalmente la agenda de Jonathan para ese día: tres reuniones importantes, llamadas con clientes de Nueva York y una presentación que él mismo insistió en revisar línea por línea.
—Será un día largo —murmuró para sí, apretando contra el pecho la carpeta con documentos.
Cuando llegó a la oficina, Jonathan ya estaba en su escritorio. El brillo de la pantalla iluminaba su rostro serio, concentrado, y sus dedos golpeaban el teclado con la precisión de quien intenta mantener bajo control un caos inevitable. Isabella dejó discretamente los papeles sobre su mesa y él levantó la vista apenas unos segundos.
—Gracias —dijo con un tono grave, antes de volver a sumergirse en la computadora.
La mañana transcurrió con el ritmo frenético habitual. Isabella organizaba llamadas, imprimía documentos y respondía correos bajo la supervisión silenciosa de Jonathan. Aunque él pocas veces levantaba la voz, su sola presencia imponía respeto. Y sin embargo, había algo en esos instantes en que sus miradas se cruzaban, que la hacía sentir un calor inexplicable en el pecho.
Alrededor del mediodía, Jonathan salió de una reunión con gesto de fastidio. Se frotó el puente de la nariz, como si la tensión lo estuviera venciendo. Isabella dudó unos segundos, pero finalmente se animó:
—¿Quiere que le traiga un café? Puedo bajar a la cafetería de la esquina, la que tanto le gusta.
Jonathan la observó en silencio, con esa mirada profunda que parecía leer más de lo que uno quería mostrar. Isabella se removió nerviosa, arrepintiéndose de haber hablado.
Pero entonces él suspiró y dijo:
—No. Mejor venga conmigo. Necesito salir de aquí un momento.
Isabella parpadeó, sorprendida. ¿Ir con él? Jamás había salido de la oficina en compañía de Jonathan, al menos no por un asunto que no fuera estrictamente laboral.
En pocos minutos, ambos caminaban bajo la lluvia ligera hacia la cafetería de la esquina. Isabella se apretó al abrigo, mientras Jonathan avanzaba a paso seguro con el paraguas en alto. En un gesto que la desconcertó, inclinó el paraguas hacia ella, protegiéndola un poco más de la llovizna.
Entraron al local, cálido y lleno del aroma de café recién molido. Isabella adoraba ese lugar: las luces amarillas, los sillones gastados, el murmullo constante de conversaciones. Nunca imaginó estar allí con su jefe.
Se sentaron en una mesa junto a la ventana. Jonathan pidió un café negro, ella un cappuccino. Durante unos minutos, el silencio se interpuso entre ambos, incómodo pero al mismo tiempo expectante. Isabella jugueteaba con la taza caliente, preguntándose qué hacía allí, hasta que Jonathan habló:
—Seattle puede ser sofocante a veces. El trabajo, la lluvia, la rutina… —Hizo una pausa, observándola con atención—. ¿Cómo lo lleva usted, Isabella?
La pregunta la tomó desprevenida. No era común que él se interesara en su vida personal.
—Bueno… —dijo ella con cautela—. No es fácil, pero me gusta. Hay algo en esta ciudad que se siente… acogedor, incluso en medio de la lluvia.
Jonathan asintió lentamente, como si procesara cada palabra.
—Yo solía pensar lo mismo. Pero a veces me pregunto si no me he acostumbrado demasiado.
Isabella lo miró fijamente. Había un cansancio oculto en sus ojos, un matiz de vulnerabilidad que rara vez dejaba ver. Por primera vez, lo percibió no como el hombre imponente que dirigía una empresa, sino como alguien que también necesitaba un respiro.
El resto del café transcurrió entre pequeñas confidencias: él hablando de su afición por el jazz, ella de cómo la cocina le recordaba a su hogar en Italia. Ninguno reveló demasiado, pero lo suficiente para abrir una grieta en el muro de formalidad que los separaba.
Cuando regresaron a la oficina, Isabella sintió que algo había cambiado. Un simple café se había convertido en un puente invisible entre ellos, un terreno nuevo que la emocionaba y asustaba al mismo tiempo.
Jonathan
El martes había empezado mal. Demasiadas reuniones, demasiadas voces opinando sin decir nada realmente útil. Jonathan sentía la presión sobre sus hombros como un peso constante. Había aprendido a manejarla, pero había días en los que ni siquiera su disciplina era suficiente.
Al salir de la reunión de las once, lo único que quería era silencio. Entonces escuchó la voz suave de Isabella ofreciéndose a traerle café. Durante un instante estuvo a punto de aceptar, pero algo en la forma en que lo dijo —con esa mezcla de timidez y genuino interés— lo hizo cambiar de opinión.
—No. Mejor venga conmigo.
Las palabras salieron sin pensarlo.
Caminar bajo la lluvia junto a ella fue una sensación extraña. Jonathan no era un hombre que compartiera espacios personales con sus empleados. Y sin embargo, le molestó la idea de verla mojarse. Por eso inclinó el paraguas hacia ella, protegiéndola más de lo necesario. No dijo nada, pero lo notó: Isabella lo miró sorprendida, con un leve sonrojo en las mejillas.
En la cafetería, mientras esperaba su café, se preguntó qué demonios estaba haciendo allí. Y luego, cuando Isabella respondió a su pregunta sobre la ciudad con tanta sinceridad, entendió que necesitaba exactamente eso: una conversación real, sin estrategias, sin objetivos.
Hablarle de su gusto por el jazz fue un desliz que lo tomó por sorpresa. Casi nadie lo sabía. Tampoco que a veces sentía que Seattle se le hacía pequeña, sofocante. Pero con ella las palabras parecían fluir con naturalidad.