Isabella
El jueves comenzó como cualquier otro día en Seattle: con nubes bajas y un aire húmedo que impregnaba todo. Isabella caminó rumbo a la oficina con el paraguas cerrado en la mano, pues aunque parecía que llovería, el agua se resistía a caer. Aún llevaba en su mente las palabras de Jonathan: “Fue más que eso”. Se repetían como un eco en su memoria, despertando en ella una mezcla peligrosa de curiosidad y anhelo.
Ese día la rutina se sintió un poco diferente. Jonathan estuvo más concentrado, menos tenso, aunque cada vez que ella entraba a su oficina, sus ojos se encontraban con los de él por un segundo más de lo necesario. Isabella lo percibía: ese instante suspendido en el que ninguno decía nada, pero ambos sabían que algo se estaba gestando en silencio.
La tarde cayó más rápido de lo esperado. Mientras Isabella organizaba los últimos documentos para el viernes, Jonathan se acercó a su escritorio. Era raro que él saliera de su oficina, y ese simple gesto hizo que los demás empleados levantaran la mirada, sorprendidos.
—Isabella —dijo con voz tranquila, pero cargada de intención—, ¿tienes planes esta noche?
Ella lo miró, intentando ocultar la sorpresa.
—No, nada en particular.
Jonathan asintió despacio.
—Quiero invitarte a cenar. Fuera de la oficina. —Su mirada se mantuvo firme, sin espacio para interpretaciones ambiguas.
Isabella sintió que el corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Pensó en decir algo más, en excusarse o en preguntar por qué, pero lo único que salió de su boca fue:
—Está bien.
Un par de horas después, se encontró sentada frente a él en un restaurante elegante del centro. La luz cálida de las lámparas colgantes bañaba el lugar en tonos dorados, y las copas de vino sobre la mesa reflejaban destellos que parecían bailar. Isabella no podía evitar sentirse fuera de lugar; no porque el restaurante no le agradara, sino porque estaba cenando con su jefe, un hombre que pocas veces mostraba vulnerabilidad, y ahora parecía… diferente.
—No quería que lo de ayer quedara como un hecho aislado —dijo Jonathan, rompiendo el silencio inicial mientras revolvía suavemente su copa—. Siento que contigo puedo hablar de cosas que no hablo con nadie más.
Isabella lo escuchó, sorprendida por su sinceridad.
—A veces basta con alguien que escuche sin juzgar —respondió.
Él sonrió, apenas un gesto leve, pero suficiente para hacerla sentir que había tocado algo en él. La conversación fluyó con naturalidad. Hablaron de música, de viajes que ambos soñaban hacer, de recuerdos de infancia. Jonathan le contó sobre su época universitaria en Boston, y ella sobre su niñez en Florencia antes de mudarse a Estados Unidos.
A medida que la noche avanzaba, Isabella se dio cuenta de que había olvidado que estaba frente a su jefe. Ya no era el hombre distante, el empresario impecable; era simplemente Jonathan, un hombre que, aunque serio, también sabía escuchar, reír suavemente y compartir historias personales.
Cuando el camarero trajo el postre, un tiramisú que Isabella había mencionado al inicio de la cena, Jonathan la observó en silencio un momento. Sus ojos tenían un brillo distinto, como si intentaran descifrar algo en los de ella. Isabella sostuvo la mirada, y por un instante creyó que él se inclinaría hacia adelante, acortando la distancia que los separaba.
El aire entre ellos se volvió pesado, cargado de una tensión que hizo que Isabella contuviera la respiración. Sin embargo, Jonathan se limitó a levantar su copa.
—Por nuevas conversaciones —dijo, con voz grave.
Isabella sonrió, aliviada y decepcionada a la vez. Alzó también su copa y brindaron. Ese pequeño gesto —una cena compartida, un brindis, una conversación que iba más allá de lo laboral— fue suficiente para confirmar lo que ambos ya intuían: estaban caminando lentamente hacia algo inevitable.
Jonathan
Jonathan no solía invitar a nadie a cenar fuera del trabajo. Mantenía límites estrictos, murallas firmes que protegían su vida personal de la profesional. Pero Isabella había conseguido atravesar esas murallas de una forma que aún no lograba comprender.
Todo el día estuvo pensando en su confesión del día anterior. “Fue más que eso.” Una parte de él temía haber dicho demasiado, pero otra no dejaba de sentir alivio: por fin alguien lo había escuchado sin juzgarlo, sin esperar nada a cambio. Esa calma lo llevó a tomar una decisión arriesgada: invitarla a cenar.
Cuando se acercó a su escritorio, notó la sorpresa en sus ojos. No era para menos; Jonathan Harper rara vez hacía gestos fuera de lo estrictamente necesario. Pero cuando Isabella aceptó, sintió un extraño cosquilleo en el pecho, como si hubiera ganado algo que no sabía que deseaba.
En el restaurante, Jonathan se descubrió observándola más de lo que debería. Había algo en la manera en que Isabella sostenía la copa, en cómo se inclinaba un poco hacia adelante cuando hablaba, en la luz que iluminaba sus rasgos delicados.
La conversación lo atrapó. Hacía años que no hablaba con tanta naturalidad de su pasado. Recordar su época en la universidad, los errores de juventud, incluso las bromas que solía hacer con viejos amigos… todo fluyó con una facilidad desconcertante. Isabella no solo escuchaba: lo hacía sentir comprendido.
Cuando llegó el postre, Jonathan se dio cuenta de lo mucho que disfrutaba verla sonreír. El tiramisú había sido un detalle intencional, un gesto pequeño pero significativo. Quiso inclinarse hacia ella, cerrar esa distancia que lo quemaba por dentro, pero se contuvo. Era demasiado pronto, demasiado arriesgado. En su lugar, alzó la copa y brindó.
“Por nuevas conversaciones.”
Fue lo único que se permitió decir, aunque por dentro deseaba añadir mucho más.
De regreso a casa, mientras conducía bajo la llovizna que por fin había caído, Jonathan supo que había cruzado una línea invisible. Esa cena no había sido casual ni inocente: había sido un primer paso hacia algo que no podía detener. Y, contra toda lógica, no quería hacerlo.