Isabella
El día en la oficina había transcurrido con la calma engañosa de una rutina, pero Isabella sentía que nada era igual desde la llamada nocturna de Jonathan. Cada vez que levantaba la vista y lo veía caminar por el pasillo, con esa seriedad que lo caracterizaba, su mente traía de vuelta el murmullo de su voz cuando le había confesado que solo quería escucharla antes de dormir.
A pesar de los papeles, de los correos y de la agenda cargada, Isabella estaba distraída. Y lo peor era que Jonathan también parecía diferente. No era su imaginación: sus miradas se cruzaban más de lo habitual, y aunque él intentaba disimular, siempre había un segundo extra en el que sus ojos permanecían fijos en ella.
Al caer la tarde, la oficina comenzó a vaciarse. Isabella guardó su computadora portátil en el bolso cuando escuchó la voz de Jonathan detrás de ella.
—¿Tienes prisa? —preguntó con un tono tranquilo.
Ella giró sobre su silla. Él estaba apoyado en el marco de la puerta de su oficina, sin corbata, con la chaqueta sobre el brazo. Se veía distinto, menos jefe, más humano.
—No mucha —respondió Isabella con cautela—. ¿Por qué?
Jonathan hizo una pausa, como si se estuviera decidiendo a dar un paso que había pensado demasiadas veces.
—Hay un nuevo bar en Capitol Hill. Sirven vino italiano. Pensé que… tal vez podrías acompañarme.
Isabella lo observó en silencio por un segundo. Era evidente que la invitación no era de jefe a secretaria, sino de hombre a mujer. Sintió un cosquilleo en el pecho y asintió.
—Me encantaría.
El bar tenía luces tenues, mesas de madera oscura y un ambiente acogedor. Isabella se dejó envolver por la calidez del lugar mientras escuchaba a Jonathan pedir una botella de Chianti con un acento que la hizo sonreír. Hablaron de cosas triviales al principio: viajes, películas, anécdotas de la universidad. Pero poco a poco la conversación volvió a esa intimidad que ya empezaba a ser habitual entre ellos.
Las copas se fueron vaciando y el silencio entre palabra y palabra se volvió más denso, cargado de electricidad. Isabella lo notó primero cuando sus manos, al rozarse sobre la mesa al tomar la botella, parecieron quedarse demasiado cerca.
Jonathan también lo notó.
—Isabella… —murmuró, inclinándose apenas hacia ella.
El corazón de Isabella latía desbocado. Lo miró a los ojos, intentando encontrar allí la respuesta que necesitaba. Y la encontró: vulnerabilidad, deseo, algo contenido que pugnaba por salir.
No supo quién dio el primer movimiento. Tal vez ambos al mismo tiempo. Lo cierto es que, en un instante, sus labios se encontraron en un beso suave, contenido, como una pregunta que esperaba respuesta.
Isabella cerró los ojos, dejando que el mundo se desvaneciera. Sintió la calidez de su boca, la firmeza delicada de su mano que rozó la suya sobre la mesa. No fue un beso largo, ni apasionado. Fue un beso breve, pero tan lleno de significado que la dejó sin aire.
Al separarse, Isabella lo miró, aún temblando.
—Jonathan…
Él no dijo nada de inmediato. Solo la observó, respirando hondo, como si temiera haber cruzado una línea irreversible. Finalmente habló, en un susurro:
—Tenía que hacerlo.
Isabella sonrió débilmente, con el corazón desbordado.
—Y yo quería que lo hicieras.
Jonathan
Desde que marcó su número aquella noche, Jonathan sabía que estaba en terreno desconocido. Y cada día que pasaba, se convencía más de que estaba atrapado en algo que no podía —ni quería— detener.
Cuando invitó a Isabella al bar, lo hizo con una mezcla de miedo y decisión. La excusa del vino italiano era apenas un pretexto; lo que quería era más tiempo con ella, tiempo sin la rigidez de la oficina. Y cuando ella aceptó, sintió un alivio casi infantil.
Durante la velada, Jonathan se sorprendió a sí mismo sonriendo con naturalidad, riendo en voz baja, confesando pequeños detalles que nunca compartía. Y la forma en que Isabella lo miraba… esa mezcla de ternura y fuerza lo desarmaba por completo.
En un momento, sus manos se rozaron sobre la mesa. El contacto fue mínimo, pero lo suficiente para encender un fuego en su interior. Sus ojos se encontraron con los de ella, y supo que no podía seguir conteniéndose.
Se inclinó hacia adelante, apenas unos centímetros, y sus labios tocaron los de Isabella. Fue un beso tímido, como si pidiera permiso, pero a la vez intenso en lo que significaba.
Por un instante, Jonathan sintió que el tiempo se detenía. Todo lo que había evitado, todo lo que había negado, se resumía en ese contacto. Y cuando se apartó, la expresión de Isabella lo tranquilizó. Ella no estaba sorprendida, ni molesta. Ella lo había estado esperando.
Jonathan tragó saliva, todavía con el pulso acelerado.
—Tenía que hacerlo —confesó, consciente de que había cruzado una frontera de la que no habría regreso.
Cuando Isabella respondió que lo había querido también, Jonathan sintió que algo dentro de él se rendía. Por primera vez en años, había dejado de luchar contra lo que deseaba.
No sabía lo que vendría después, pero estaba seguro de una cosa: ese beso era solo el inicio.