Isabella
La tarde en Seattle había caído con una lentitud engañosa. Desde la ventana de mi departamento, podía ver cómo la lluvia golpeaba el cristal en pequeñas gotas que se deslizaban hasta perderse en el marco. Había pasado días inquieta, con la sensación de que alguien nos observaba, como si cada paso de Jonathan y mío fuera seguido por una mirada invisible.
Él había insistido en que probablemente eran imaginaciones mías, pero en el fondo sabía que no. Las fotografías anónimas que habían llegado al correo de la oficina no podían ser simples coincidencias. Una imagen de nosotros saliendo de la cafetería de la esquina, otra cuando subíamos al auto de Jonathan después de una reunión nocturna, incluso una desde lejos cuando caminábamos juntos hacia el edificio. Todas parecían capturar algo más que dos colegas: parecían buscar pruebas, algo que pudiera usarse en nuestra contra.
Aquella noche, decidí acompañarlo al despacho. No podía explicar por qué, pero el silencio del departamento me asfixiaba, y necesitaba estar cerca de él. Jonathan trabajaba en un informe para la junta de inversionistas, mientras yo intentaba concentrarme en ordenar algunos documentos. Pero de pronto, escuché un ruido seco en el pasillo exterior.
—¿Oíste eso? —pregunté, levantando la vista.
Jonathan frunció el ceño, se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta. Lo seguí, con el corazón golpeando fuerte contra mis costillas. Al abrir, el pasillo estaba vacío, salvo por un sobre amarillo colocado en el suelo. Jonathan lo recogió lentamente, como si sostuviera algo venenoso.
Dentro había una sola hoja: una fotografía nuestra. Estábamos en la terraza del restaurante donde habíamos compartido aquel almuerzo improvisado. Mi risa congelada en la imagen, su mirada sobre mí. Y al dorso, un mensaje escrito con tinta negra:
"Nada dura para siempre, Jonathan. ¿Recuerdas quién soy?"
Un escalofrío me recorrió la espalda. Lo miré, esperando alguna explicación, pero su rostro había palidecido. Su mandíbula se tensó como si hubiera visto un fantasma.
—¿Jonathan? —pregunté con un hilo de voz.
—Es Ethan —susurró, casi para sí mismo.
—¿Quién es Ethan?
Él cerró los ojos un segundo, como si luchara consigo mismo antes de responder.
—Mi antiguo socio. El hombre que casi destruyó mi carrera.
De pronto, todo encajaba. El misterio, las fotografías, la sensación de ser observados. No era un desconocido. Era alguien que venía del pasado de Jonathan… alguien que todavía guardaba cuentas pendientes.
Mi pecho se apretó de miedo, pero también de una extraña determinación. No podía dejarlo solo en esto. No después de todo lo que habíamos compartido.
Jonathan
El nombre de Ethan Crawford era una herida que creía cerrada, pero que ahora volvía a sangrar con una intensidad brutal. Años atrás, cuando apenas estaba consolidando la empresa, él y yo éramos inseparables. Compartíamos ideas, planes, sueños de grandeza. Hasta que la ambición lo corrompió.
Ethan había traicionado la confianza de todos, desviando fondos y saboteando proyectos. Cuando todo salió a la luz, conseguí salvar el nombre de la compañía, pero a un precio muy alto: despedirlo públicamente y enfrentar un escándalo que casi me arruina. Desde entonces no había vuelto a saber de él… hasta ahora.
La fotografía en mis manos temblaba, no por el frío, sino por la furia contenida. Sabía cómo era Ethan: calculador, vengativo, incapaz de aceptar su caída. Y ahora había encontrado la grieta perfecta para atacarme: Isabella.
—Él quiere usarme para llegar a ti —dijo ella, con una mezcla de rabia y miedo en la voz.
—No —respondí de inmediato, mirándola con firmeza—. No va a tocarte, Isabella. Te lo prometo.
Pero incluso mientras lo decía, sabía que la amenaza no era tan simple. Ethan conocía mis debilidades. Sabía dónde golpear, y no me cabía duda de que ya había planeado cada movimiento.
Esa noche apenas dormí. Cada sombra en el pasillo me parecía un espía, cada vibración del teléfono una advertencia. Al amanecer, decidí que ya no podía ocultarle nada a Isabella. Si ella estaba en peligro por mi pasado, merecía conocer toda la verdad.
La cité en mi departamento. Cuando llegó, la luz de la mañana apenas iluminaba el espacio, dándole un aire de confesionario. Le conté todo: cómo conocí a Ethan, lo que hizo, las consecuencias que arrastré y el miedo que sentía al pensar que ahora la involucrara a ella.
Mientras hablaba, Isabella no apartó la vista de mí. No hubo juicio en sus ojos, solo una ternura que me desarmó. Cuando terminé, ella se acercó, tomó mi rostro entre sus manos y susurró:
—No estás solo, Jonathan.
Ese gesto me atravesó más que cualquier palabra. Era la prueba de que, a pesar del peligro, ella seguía allí, dispuesta a enfrentar conmigo las sombras del pasado.
Pero entonces sonó el timbre de la puerta. Ambos nos quedamos en silencio, tensos. Caminé hacia la entrada con el corazón acelerado. Al abrir, el aire se heló a mi alrededor.
Allí estaba Ethan Crawford. Vivo, desafiante, con una sonrisa que no había cambiado en todos esos años.
—Vaya, vaya, Jonathan —dijo con voz suave, casi burlona—. Veo que no perdiste tu talento para meterte en problemas… y para elegir compañía.
Su mirada se deslizó hacia Isabella, y en ese instante supe que el verdadero juego apenas comenzaba.