Isabella
El apartamento de Jonathan tenía un aire distinto aquella noche. Había estado allí otras veces, siempre en contextos profesionales: reuniones rápidas, revisiones de contratos, llamadas interminables en la penumbra de la oficina improvisada que había instalado en su sala de estar. Pero ahora, nada de eso existía. La luz cálida de las lámparas se reflejaba en los ventanales, dejando fuera a la ciudad de Seattle con sus ruidos, su lluvia persistente y sus miles de vidas que no tenían nada que ver con la de ellos dos. Allí, en ese espacio, todo parecía pausado.
Me descubrí observando cada detalle como si fuera la primera vez: los libros perfectamente ordenados, las botellas de vino en el mueble lateral, la alfombra gris que absorbía cada paso como si temiera romper la calma. Pero lo que más llamaba mi atención era él. Jonathan se movía por el lugar con una tranquilidad que me resultaba contagiosa, como si aquella velada hubiera sido planeada con precisión, como si supiera exactamente en qué punto debía mirarme y cuándo sonreír.
Yo, en cambio, me sentía temblorosa. No porque no deseara estar allí, sino porque sabía que nada volvería a ser igual después de esa noche.
Cuando sirvió el vino, nuestras manos se rozaron de manera tan leve que me pareció un accidente. Sin embargo, no lo fue. Jonathan se detuvo un segundo más de lo necesario, dejándome la copa en la mano como si me entregara algo más que una bebida. Como si me confiara, al mismo tiempo, un pedazo de su alma.
—A nosotros —dijo él, alzando su copa.
Me quedé inmóvil por un instante, incapaz de responder. “Nosotros” era una palabra peligrosa, cargada de todo lo que habíamos callado durante semanas. Pero la pronuncié al fin, con un hilo de voz:
—A nosotros.
El vino fue apenas un pretexto. Lo probé y apenas registré el sabor; lo que me embriagaba era la intensidad de su mirada, fija en la mía, como si buscara leer lo que aún no me atrevía a decir en voz alta.
La conversación fluyó despacio, entre silencios que no incomodaban, sino que se volvían cómplices. Hablamos de cosas triviales: de la última lluvia, del caos en el tráfico, de un recuerdo gracioso de la oficina. Y, sin embargo, bajo esas palabras simples se escondía un torrente de sentimientos que ninguno de los dos nombraba directamente.
Hasta que lo hizo él.
—Isabella… —susurró, apenas audible—. No quiero seguir fingiendo.
El mundo se contrajo en torno a esa confesión. Todo el aire de la habitación pareció desaparecer; solo quedábamos él, yo y esa verdad suspendida entre los dos.
Me acerqué sin pensarlo. Mis manos buscaron las suyas, y sentí el calor inmediato de su piel, firme y temblorosa al mismo tiempo. En sus ojos encontré algo que me quebró: no solo deseo, sino vulnerabilidad, un despojo de la armadura que siempre llevaba puesta frente a todos.
—Yo tampoco —respondí.
El beso llegó como si hubiera estado esperándonos desde el primer día. Fue lento, torpe al inicio, pero lleno de una sinceridad que me hizo cerrar los ojos y olvidar todo lo demás. Sentí su respiración, la fuerza contenida de sus brazos al rodearme, el temblor en mi pecho respondiendo al suyo. Y por un instante, el tiempo dejó de existir.
No era solo pasión; era alivio. Era encontrar, por fin, un refugio en medio del caos.
Cuando me separé, apenas unos centímetros, pude ver en sus labios una sonrisa que no había visto nunca. No era la del jefe calculador ni la del hombre acostumbrado al control. Era la de alguien que había encontrado lo que buscaba sin siquiera saberlo.
—Te amo —dije sin pensarlo. Y supe, en el mismo segundo, que era verdad.
Él cerró los ojos un instante, como si esas palabras fueran un golpe y una salvación al mismo tiempo.
Jonathan
Planeé cada detalle de esa noche con una precisión que me sorprendía incluso a mí. No porque quisiera controlar lo que iba a ocurrir —sabía que entre Isabella y yo nada podía preverse del todo—, sino porque necesitaba crear el escenario perfecto para desnudarme, no de ropa, sino de miedos.
El apartamento estaba dispuesto como nunca: la mesa baja despejada, las luces reguladas, el vino servido a la temperatura justa. Y, sin embargo, todo eso no era más que un telón. Lo esencial era ella.
Cuando Isabella llegó, comprendí que ninguna planificación me habría preparado de verdad. Su presencia alteraba la atmósfera, llenaba de algo eléctrico cada rincón. Se quitó el abrigo y lo dejó sobre el sofá con un gesto sencillo, pero para mí fue como si abriera una puerta invisible hacia un mundo donde no existía más que ella.
Durante la cena improvisada apenas probé bocado. Me dediqué a observarla, a memorizar el brillo de sus ojos cuando se reía, la forma en que inclinaba la cabeza al escuchar, el movimiento de sus manos acariciando distraídamente la copa. Cada detalle era una invitación, un recordatorio de cuánto había esperado este momento.
Pero también me asaltaba el temor. ¿Y si todo terminaba en desastre? ¿Y si la acercaba demasiado y ella retrocedía? Había enfrentado enemigos empresariales, negociado acuerdos imposibles y sobrevivido a traiciones, pero nada me había dado tanto miedo como esa mujer sentada frente a mí.
Hasta que lo dije.
“No quiero seguir fingiendo.”
Las palabras me quemaban la garganta, pero una vez pronunciadas me sentí libre. La reacción de Isabella fue la respuesta que había soñado: se inclinó hacia mí, tomó mis manos y, en ese gesto sencillo, me entregó una certeza.
El beso fue inevitable. No recuerdo quién se movió primero; solo recuerdo la sensación de pertenencia, de que todo lo que había buscado en la vida se reducía a ese instante. El mundo podría haberse derrumbado a nuestro alrededor y yo habría seguido besándola.
Cuando ella se apartó y pronunció esas dos palabras, el tiempo se detuvo.
“Te amo.”
Nunca había escuchado nada tan devastador y tan sanador a la vez. Pasé años construyendo muros para protegerme, y con dos sílabas ella los derribó todos.