Entre el deber y el deseo

56. Sombras sobre nosotros

Isabella

La mañana siguiente amaneció envuelta en un silencio extraño. No era el mismo silencio pesado de otros días, cuando las preocupaciones por el trabajo y la sombra de Marcus aún nos rondaban. Era un silencio suave, casi cómplice, como si las paredes mismas del apartamento de Jonathan hubieran presenciado lo que había ocurrido entre nosotros y hubieran decidido guardar el secreto.

Me desperté con la luz de Seattle entrando tímida por los ventanales, iluminando las partículas de polvo que danzaban en el aire. Jonathan aún dormía a mi lado, su respiración tranquila, el gesto relajado como nunca lo había visto en la oficina. Por primera vez, se me revelaba no como el jefe exigente, ni como el hombre que luchaba contra enemigos invisibles, sino como alguien humano, vulnerable y mío.

Me quedé un rato contemplándolo, temiendo que todo hubiera sido un sueño. La copa de vino abandonada sobre la mesa, el roce de sus labios aún fresco en los míos y la palabra “nosotros” resonando en mi mente me confirmaban que no lo era.

Al levantarme, un escalofrío me recorrió. No era de frío. Era la certeza de que afuera, en cuanto cruzáramos la puerta, el mundo no sería tan indulgente. Sabía cómo funcionaban los rumores, lo rápido que la gente encontraba placer en hablar de lo que no le pertenecía. Y, en ese caso, yo era la secretaria y él el jefe. Bastaría con una mirada, con una sospecha, para que la oficina entera empezara a murmurar.

La jornada en la empresa comenzó como cualquier otra, con la rutina habitual: correos, llamadas, reuniones. Pero yo lo sentí distinto. Las miradas se posaban en mí con demasiada insistencia. No eran hostiles todavía, pero tenían esa chispa de curiosidad que anticipa la tormenta.

“¿Ya lo saben?”, me pregunté una y otra vez.

Cuando crucé el pasillo rumbo a la sala de juntas, escuché una risa apagada detrás de mí. No quise girar, pero mi pecho se encogió. La normalidad estaba quebrándose.

Esa noche, mientras caminaba sola de regreso a casa, recordé el brindis. “A nosotros.” ¿Qué significaba ese “nosotros” cuando todo afuera parecía dispuesto a desgarrarlo?

Y sin embargo, a pesar del miedo, una parte de mí estaba tranquila. Porque ya no caminaba sola en esta historia. Jonathan estaba conmigo, y esa certeza era más poderosa que cualquier rumor.

Jonathan

La noche anterior había cambiado algo irreversible en mí. No se trataba solo del beso, ni del “te amo” que Isabella me había regalado con la pureza de quien no duda. Fue la primera vez en mucho tiempo que sentí paz, esa clase de calma que no se compra con éxito ni se negocia con poder.

Pero esa mañana, cuando desperté y la vi allí, hermosa en su fragilidad y fuerte en su presencia, comprendí que la paz era un lujo que el mundo rara vez permitía.

No era ingenuo. Sabía que la relación entre jefe y secretaria no pasaría desapercibida. Bastaba con que alguien nos viera juntos fuera de lugar, con que un gesto se interpretara mal, y todo se transformaría en un escándalo. Marcus, aunque debilitado, seguía esperando cualquier oportunidad para destruirme. Y un rumor, incluso infundado, podía ser el arma perfecta en sus manos.

En la oficina intenté mantener la distancia. La traté con la misma corrección de siempre, con los mismos gestos profesionales que antes habían sido nuestro disfraz. Pero cada mirada a escondidas, cada sonrisa contenida, cada roce involuntario me traicionaban. Y yo lo sabía.

Los empleados lo notaban. Nadie lo decía abiertamente, pero en la rigidez de sus saludos, en el murmullo interrumpido cuando yo entraba a una sala, en las miradas que se cruzaban al pasar, se escondía la semilla de algo más grande.

Al final del día, un sobre anónimo me esperaba sobre el escritorio. Dentro, una nota escrita con tinta negra:

“Hasta los jefes más intocables caen cuando se enamoran de su secretaria.”

Me quedé inmóvil, sosteniendo ese papel que ardía entre mis manos. No era una amenaza directa, pero sí una advertencia. Marcus, o alguien bajo su influencia, había movido la primera ficha.

Esa noche, mientras me servía una copa de vino en soledad, recordé el brindis con Isabella. “Por nosotros.” Esa palabra era mi fuerza, pero también mi debilidad. Sabía que, si no planeaba con cuidado, podrían usarla para destrozar todo lo que habíamos construido.

No estaba dispuesto a perderla. Ni a ella, ni al “nosotros” que apenas había nacido.



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En el texto hay: jefe, secretaria, amor dificil

Editado: 26.09.2025

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