Entre el deber y el deseo

57. Amor a plena luz

Isabella

La oficina aquella mañana era un hervidero de murmullos. Lo noté desde el instante en que crucé la entrada: los saludos fueron más corteses de lo habitual, algunos demasiado fríos, otros demasiado fingidos. Las miradas me atravesaban como agujas, y aunque nadie se atrevía a decir nada en voz alta, yo podía sentirlo: los rumores ya no eran susurros en los pasillos. Se habían convertido en verdades no confirmadas que flotaban en el aire, esperando que alguien las validara.

Mientras acomodaba papeles sobre mi escritorio, escuché el murmullo de dos empleadas a mis espaldas. Fingían hablar de un proyecto, pero cuando mencionaron la palabra “secretaria” seguida de una risita nerviosa, supe que hablaban de mí. El calor me subió al rostro, y por un instante quise huir, esconderme en cualquier rincón donde nadie pudiera verme.

No era vergüenza lo que sentía, sino miedo. Miedo a que Jonathan pagara las consecuencias de todo esto, miedo a que nuestra relación —ese “nosotros” que apenas había empezado a crecer— se convirtiera en un arma para destruirlo.

A media mañana, nos convocaron a todos a una reunión general en la sala principal. No era común reunir a toda la empresa de esa manera; algo se avecinaba. Entré con paso tembloroso, sintiendo de nuevo esas miradas que parecían diseccionarme. Algunos sonreían con sarcasmo, otros mantenían una neutralidad calculada. Pero nadie era indiferente.

Me senté en una de las filas centrales, intentando pasar desapercibida, aunque sabía que era imposible. En el escenario, Jonathan se preparaba para hablar. Su presencia siempre imponía respeto, pero aquella vez había algo distinto: una tensión en su mandíbula, una firmeza en su postura que me indicaba que no iba a limitarse a los temas de la empresa.

Mi corazón latía con violencia. Lo presentía: él iba a hablar de nosotros.

Por un instante, me asaltó el pánico. “¿Y si es demasiado pronto? ¿Y si todo se derrumba?” Pero en cuanto Jonathan levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los míos, supe la respuesta. No había marcha atrás. Ni la quería.

Los murmullos crecieron cuando él pidió silencio. El ambiente se cargó como el aire antes de una tormenta. Yo apenas podía respirar.

Y entonces habló.

Jonathan

No estaba en mis planes que todo ocurriera tan rápido. Había pensado en estrategias, en formas de proteger a Isabella y de mantener la calma en la empresa. Pero cuando vi los rostros en la sala, cuando escuché los murmullos disfrazados de risas y sentí cómo la atención se clavaba en ella como cuchillas, comprendí que no podía esperar más.

Ya no se trataba de negocios, ni de reputación, ni siquiera de mi puesto como director. Se trataba de proteger lo más valioso que tenía. Se trataba de Isabella.

Respiré hondo y di un paso al frente.

—Quiero su atención —dije con firmeza. El murmullo se detuvo de inmediato; el respeto hacia mi voz seguía intacto, aunque lo acompañaba la curiosidad venenosa.

Durante unos segundos, dejé que el silencio hablara. Mis ojos recorrieron la sala, y pude verlos: los incrédulos, los maliciosos, los que esperaban verme caer. Pero también los leales, aquellos que siempre habían estado conmigo y que quizás estaban listos para entender.

—Sé que han circulado comentarios, rumores —continué—. Y sé que algunos de ustedes esperan una negación de mi parte. No la habrá.

El impacto fue inmediato. Se escuchó un murmullo contenido, un par de respiraciones entrecortadas. Vi a Isabella tensarse en su asiento, sus manos apretadas sobre el regazo.

—Sí —dije con voz clara, sin titubeos—. Isabella y yo tenemos una relación. No es un rumor, no es un error ni una aventura pasajera. Es amor.

El silencio que siguió fue absoluto. Podría haberse escuchado caer un alfiler. Me mantuve erguido, sosteniendo la mirada de quienes buscaban desafiarme.

—Y hay algo más que quiero dejar en claro —agregué, dejando que cada palabra tuviera el peso de una declaración solemne—. Isabella y yo estamos comprometidos. Ella no es solo mi secretaria. Es la mujer con la que voy a compartir mi vida.

El murmullo explotó entonces, un oleaje de voces que se elevaba sin control. Algunos con asombro, otros con desaprobación, otros —los menos— con sonrisas que apenas podían ocultar. Yo no los escuchaba. Todo mi ser estaba enfocado en una sola cosa: la mirada de Isabella, que brillaba con lágrimas contenidas y sorpresa.

En ese instante, sentí que el tiempo se detenía. Que todo el ruido alrededor no era más que un eco lejano. Lo único real era ella, la certeza de que había hecho lo correcto, de que por fin nuestro amor estaba a plena luz.

Al finalizar la reunión, cuando los empleados comenzaron a dispersarse en un mar de comentarios, me acerqué hasta donde Isabella seguía sentada. Le ofrecí mi mano, sin importar que todos aún nos miraran.

—Ahora saben la verdad —le susurré, con la voz más suave que pude—. Y no me importa lo que piensen. Solo me importa que estés aquí.

Ella tomó mi mano, se levantó, y aunque las miradas seguían pesando sobre nosotros, me sonrió con esa expresión que convertía cualquier batalla en victoria.

Supe entonces que no había nada que pudiera destruirnos. Porque, por primera vez, nuestro amor no se escondía en las sombras.



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En el texto hay: jefe, secretaria, amor dificil

Editado: 26.09.2025

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