El murmullo de la sala de conferencias aún resonaba en mis oídos cuando crucé las puertas junto a Jonathan. Podía sentir las miradas que habían quedado clavadas en mi espalda, algunas cargadas de curiosidad, otras de juicio y unas pocas, quizá, de respeto. Pero ninguna de ellas importaba ya. Todo lo que pesaba en mi corazón era el calor de su mano entrelazada con la mía.
Apenas la puerta se cerró tras nosotros, sentí que respiraba por primera vez en mucho tiempo. La tensión acumulada en mis hombros se liberó en un suspiro largo, como si de pronto la carga de los rumores, las miradas inquisitivas y el miedo a ser descubierta se hubieran esfumado en un instante. Jonathan me apretó suavemente la mano, y cuando giré el rostro hacia él, sus ojos estaban llenos de algo que me desarmó: orgullo. Orgullo por mí, por nosotros, por no haber huido.
—Lo hicimos —murmuré, apenas audible, como si todavía temiera que alguien pudiera escucharnos.
Jonathan asintió, con esa sonrisa contenida que conocía bien, esa que aparecía cuando intentaba mostrarse sereno, pero en realidad estaba al borde de dejarse llevar por la emoción.
—Lo hicimos, Isabella. Y no pienso volver atrás —contestó con firmeza.
Salimos del edificio juntos, bajo el cielo de Seattle que esa noche se teñía de un azul profundo, con la promesa de lluvia en el aire. Las luces de la ciudad parecían más brillantes, y por primera vez en semanas, no me importó que pudieran vernos caminar de la mano. Era como si el mundo hubiera dejado de tener el poder de intimidarme.
Fuimos en silencio hasta su coche, pero era un silencio lleno de significado. No necesitábamos palabras: cada paso, cada roce de su hombro contra el mío, cada respiración entrecortada, decían más que cualquier frase. Cuando al fin subimos, Jonathan encendió el motor sin soltar mi mano. Conducía con la otra, firme, seguro, como si sujetarme fuera ahora su única prioridad.
El trayecto hasta su apartamento se sintió eterno y fugaz al mismo tiempo. Mi corazón no dejaba de latir con fuerza, como si cada semáforo, cada esquina, nos acercara a un punto de no retorno. Cuando por fin estacionó y me abrió la puerta, el aire húmedo me golpeó la piel, y con él vino un presentimiento: esa noche cambiaría todo.
Dentro, el silencio del apartamento nos envolvió como un refugio. Las luces tenues bañaban la sala en un resplandor cálido. Jonathan dejó las llaves en la mesa y, antes de que pudiera decir algo, se giró hacia mí. Su mirada, fija, me recorrió con la intensidad de un hombre que no necesitaba palabras para expresar lo que sentía.
—Gracias por confiar en mí —susurró, acercándose un paso, luego otro—. Por no dejarme solo en esto.
Sentí un nudo en la garganta. Todo lo que había pasado —los rumores, las miradas, los intentos de Marcus por destruirnos— se mezcló en un torrente de recuerdos que desembocaba en ese instante.
—Yo nunca podría abandonarte —respondí, y mi voz tembló más de lo que quise—. No después de todo lo que hemos pasado… No después de lo que siento por ti.
Jonathan me rodeó con sus brazos y me atrajo contra su pecho. Escuchar el latido de su corazón, fuerte y constante, me dio una calma que no había sentido en mucho tiempo. Cerré los ojos y me dejé envolver, como si allí, en ese abrazo, pudiera encontrar todas las respuestas que me faltaban.
El beso llegó sin prisa, como una consecuencia inevitable. Sus labios rozaron los míos primero con suavidad, apenas un contacto, una promesa. Pero cuando respondí, fue como si ambos hubiéramos estado esperando ese momento toda la vida. El beso se volvió más profundo, cargado de emoción, de alivio, de amor contenido que por fin encontraba salida.
No sé cuánto tiempo permanecimos así, fundidos en un abrazo que parecía eterno. Solo sé que, cuando al fin nos separamos, mis mejillas ardían y mis manos temblaban. Jonathan me acarició el rostro con ternura, y en sus ojos vi reflejado algo más grande que el deseo: vi el compromiso de alguien que ya no piensa soltarme.
—Esta es nuestra noche, Isabella —dijo con voz grave—. Y no pienso desperdiciarla.
Lo seguimos a la cocina, donde descorchó una botella de vino que había guardado “para un momento especial”. Reí al escucharlo, porque pocas veces lo había visto tan relajado, tan dispuesto a dejar caer el peso de la seriedad que siempre lo acompañaba. Brindamos, nuestras copas chocaron suavemente, y el sonido cristalino llenó la habitación con un eco esperanzador.
—Por nosotros —dije yo, sonriendo.
—Por siempre —añadió él, sin apartar los ojos de mí.
La noche avanzó entre conversaciones, risas suaves y caricias que se colaban en cada gesto cotidiano: al pasarme la copa, al rozar mis dedos con los suyos, al apartar un mechón de cabello de mi rostro. Era como si estuviéramos redescubriéndonos, como si cada detalle de esa intimidad fuera un regalo que atesorar.
Y cuando la copa quedó vacía y el silencio regresó, no hubo palabras. Solo sus manos buscando las mías, sus labios encontrándome de nuevo, y la certeza de que ese era nuestro verdadero comienzo.
Aquella noche, en su apartamento iluminado apenas por la luz de la ciudad, sellamos nuestro compromiso de la forma más íntima posible: siendo simplemente nosotros, sin testigos, sin rumores, sin máscaras.
Por primera vez, me permití soñar con un futuro sin miedo. Y en ese sueño, Jonathan siempre estaba a mi lado.