Isabella
Nunca pensé que la rutina pudiera tener un sabor tan distinto. Antes, las mañanas en Seattle eran apresuradas, un desfile de pasos rápidos, café mal tomado y un constante recordatorio de que debía llegar temprano para no dar de qué hablar. Ahora, despertar junto a Jonathan transformaba esos mismos minutos en algo completamente nuevo.
La primera vez que compartimos un desayuno en su apartamento —tostadas, fruta fresca y un café que él insistía en preparar—, me descubrí sonriendo como una adolescente. No era la comida en sí, sino el gesto: verlo allí, con las mangas de la camisa arremangadas, concentrado en no quemar las rebanadas de pan, era una imagen que se quedó grabada en mi mente.
Cuando llegamos juntos a la oficina, noté las miradas curiosas de algunos compañeros. Pero ya no había susurros venenosos ni rumores ocultos: todos sabían la verdad. Jonathan y yo no teníamos nada que esconder. Y, aunque al principio mi corazón se aceleraba con cada mirada, aprendí a sostener su mano con seguridad. No era un secreto ni un escándalo: era amor.
El trabajo, por supuesto, no se detuvo. Aún había reuniones, reportes y llamadas interminables. Pero en medio de todo eso, siempre había un instante en el que Jonathan se inclinaba discretamente sobre mi escritorio para dejar una nota rápida: “Café después de esta junta”, o “¿Almuerzo juntos?”. Pequeños detalles que convertían la rutina en algo extraordinario.
Al caer la tarde, cuando regresábamos a casa, sentía que la ciudad nos recibía de una manera distinta. Seattle, con sus luces reflejadas en el agua y su aire húmedo, parecía un lugar menos frío, más nuestro. Había dejado de ser el escenario de rumores y pruebas, y se había convertido en el espacio donde podíamos empezar a escribir nuestra historia sin miedo.
Jonathan
Siempre pensé que dirigir una empresa exigía disciplina, estrategia y, sobre todo, mantener las emociones bajo control. Pero lo que descubrí junto a Isabella era que ninguna estrategia podía compararse al simple hecho de verla sonreír en las mañanas.
La rutina en la oficina había cambiado. Antes, mis días estaban marcados por cifras, reportes y decisiones rápidas. Ahora, cada jornada empezaba con la certeza de que ella estaría allí, compartiendo mi espacio, no solo como secretaria o compañera, sino como la mujer que había decidido caminar a mi lado.
La veía organizar los documentos con la misma eficacia de siempre, pero ahora con una serenidad distinta. Había orgullo en su postura, como si al fin supiera que nada ni nadie podría cuestionar su lugar aquí. Y yo, aunque debía mantener el profesionalismo frente a los demás, no podía evitar sentirme profundamente agradecido cada vez que nuestras miradas se cruzaban.
Lo mejor del día, sin embargo, no estaba en la oficina, sino en los momentos que compartíamos al volver a casa. Cocinar juntos se había convertido en un ritual inesperado: Isabella insistía en cortar las verduras mientras yo intentaba seguir recetas que nunca terminaban como en los libros. Reíamos, improvisábamos, y al final, aunque el resultado fuera imperfecto, la cena siempre sabía a hogar.
Seattle, esa ciudad que había sido testigo de tensiones y secretos, ahora se transformaba frente a mis ojos. Las noches lluviosas ya no eran solitarias; las caminatas por el muelle ya no eran espacios de reflexión aislada, sino paseos compartidos donde sus pasos se acompasaban con los míos.
Isabella
Una tarde, mientras mirábamos por la ventana el cielo gris que amenazaba con lluvia, me di cuenta de algo. La vida que había temido perder —mi tranquilidad, mi lugar, mi reputación— había sido reemplazada por algo mucho más valioso: la certeza de tener a Jonathan a mi lado.
Me giré hacia él, apoyé la cabeza en su hombro y dije, casi en un susurro:
—¿Sabes? Creo que al fin podemos llamarle “vida normal”.
Él rió suavemente y besó mi frente.
—Si esto es normalidad, Isabella, no quiero nada más.
En ese instante comprendí que el verdadero triunfo no había sido vencer a Marcus ni limpiar los rumores. El verdadero triunfo era ese: aprender a amar sin miedo, en medio de la rutina, entre desayunos sencillos, notas en la oficina y tardes lluviosas en Seattle.