Isabella
El sonido de la lluvia golpeando los ventanales fue lo primero que escuché esa mañana. Seattle amanecía envuelta en su manto gris habitual, y sin embargo, aquella vez no me pareció melancólico. Había algo acogedor en ese clima, como si la ciudad misma nos invitara a quedarnos en casa, a no apresurar nada.
Me estiré bajo las sábanas y giré la cabeza. Jonathan aún dormía a mi lado, el cabello despeinado y el rostro relajado, sin la tensión que solía acompañarlo durante la semana. Era extraño verlo así, tan humano, tan sencillo, sin la corbata ni la mirada calculadora del director general. Solo un hombre, respirando suavemente, completamente mío.
Por un instante, lo observé en silencio. Cada rasgo de su rostro se me antojaba familiar, y sin embargo nuevo. La manera en que sus labios se curvaban levemente al dormir, la forma en que su mano buscaba instintivamente la mía incluso entre sueños. Había algo profundamente tierno en eso, una clase de amor que no necesitaba palabras ni promesas.
Me incorporé con cuidado y caminé hasta la cocina. El olor del café recién hecho pronto llenó el aire, mezclándose con el aroma de la lluvia que entraba por la ventana entreabierta. Mientras preparaba el desayuno, pensé en lo mucho que había cambiado mi vida desde que él apareció. A veces me parecía un sueño: pasar del miedo constante a la paz de las mañanas compartidas.
—¿Planeas escaparte sin mí? —escuché su voz detrás de mí, ronca por el sueño.
Me giré y lo vi apoyado en el marco de la puerta, con una sonrisa perezosa y la camisa de dormir desabrochada.
—Solo iba a preparar café —contesté riendo—. No sería una fuga muy interesante.
Él se acercó, rodeándome por la espalda. Su respiración me acarició el cuello antes de que murmurara:
—Cualquier lugar sin ti me parecería una fuga demasiado larga.
Sus palabras me hicieron sonreír, y durante unos segundos nos quedamos así, escuchando la lluvia, sin prisa.
Más tarde, salimos a recorrer la ciudad. Seattle tenía esa mezcla perfecta de modernidad y melancolía que siempre me había fascinado. Caminamos por el Pike Place Market, entre los puestos de flores y las luces colgantes. Jonathan compró un ramo de tulipanes amarillos “porque combinaban con mi sonrisa”, y aunque fingí rodar los ojos, terminé riendo con una felicidad que me resultó casi infantil.
Fuimos después a un café pequeño en la esquina de Pine Street, uno de esos lugares escondidos donde el tiempo parecía detenerse. Nos sentamos junto a la ventana, viendo cómo la gente pasaba bajo los paraguas. Hablamos de todo y de nada: de los proyectos en la oficina, de nuestras películas favoritas, de los lugares que queríamos visitar juntos. Era increíble cómo, incluso en la simplicidad de una charla trivial, él conseguía hacerme sentir segura.
En algún momento, Jonathan sacó su cámara. No lo había visto usarla desde que comenzó todo el caos con Marcus. Me pidió que sonriera, y aunque protesté al principio, terminé riendo mientras él capturaba el instante.
—Quiero recordar esto —dijo al mirar la pantalla—. No el trabajo, no los problemas… esto. Tú, riendo conmigo.
Sus palabras me hicieron pensar que quizá, por fin, habíamos llegado al lugar que ambos buscábamos sin saberlo: ese espacio donde el amor se siente tranquilo.
Por la tarde, regresamos a casa empapados por la lluvia. Dejamos los paraguas en la entrada y nos quedamos descalzos, caminando por el suelo de madera mientras las gotas aún resbalaban por el cristal. Jonathan puso música, una melodía suave, apenas un murmullo entre la lluvia. Me tomó de la mano sin decir nada, y comenzamos a bailar.
No era un baile perfecto; tropezábamos, reíamos, y él me hacía girar solo para poder abrazarme después. Pero en esos movimientos torpes había algo genuino, algo que no necesitaba coreografía. Era la vida misma, bailando con nosotros.
Cuando la canción terminó, permanecimos abrazados, respirando al mismo ritmo.
—¿Sabes? —dije alzando la mirada—. Creo que este ha sido mi fin de semana favorito.
—El primero de muchos —contestó él, acariciándome el rostro.
Su beso fue lento, profundo, lleno de promesas que no necesitaban ser dichas. Afuera, la lluvia seguía cayendo, pero dentro de esas paredes el mundo se había detenido.
Esa noche, mientras nos acomodábamos en el sofá con una manta y dos tazas de chocolate caliente, pensé que no necesitaba más. Ni grandes gestos, ni declaraciones. Solo esto: un fin de semana de calma, risas y amor bajo la lluvia de Seattle.
Por primera vez, no pensé en el pasado ni en lo que podía salir mal. Solo en lo que ya era nuestro.