El amanecer comenzaba a filtrarse por los ventanales de la cabaña en las afueras de Seattle. El bosque despertaba despacio, y la luz dorada del sol se deslizaba entre las cortinas, tocando la piel de Isabella con la suavidad de una caricia. Jonathan la observaba en silencio, sentado al borde de la cama, con esa mirada que parecía contener todos los recuerdos que habían sobrevivido al caos.
—No puedo creer que finalmente estemos aquí —murmuró él, con una sonrisa casi incrédula.
Isabella se incorporó despacio, enredando las sábanas entre sus dedos.
—Tampoco yo… —respondió con voz suave—. Tardamos tanto en llegar a este punto que a veces me da miedo despertar y descubrir que nada de esto es real.
Jonathan se acercó, colocando su mano sobre la suya.
—Esto es real. Tú eres real. Y no pienso dejar que nada nos lo quite otra vez.
El silencio que siguió no fue incómodo. Era de esos silencios que lo dicen todo: el aire cargado de deseo, ternura y promesas no dichas. Isabella levantó la vista y encontró sus ojos; esos ojos que siempre habían sido su refugio. Jonathan la miraba como si fuera lo más valioso que había tocado en su vida.
Se inclinó, con un gesto lento, casi temeroso, como si pidiera permiso sin palabras. Ella lo entendió antes de que él pronunciara nada, y entre ambos se desató una cercanía que hacía temblar el aire. Sus frentes se rozaron primero, luego sus labios. Fue un beso contenido al principio, un roce tímido, como si temieran romper el instante perfecto. Pero pronto la contención se quebró.
El beso se volvió más profundo, más sincero. Jonathan la abrazó con fuerza, como si el mundo se derrumbara y ella fuera su única ancla. Isabella deslizó sus manos por su rostro, por su cuello, sintiendo el pulso acelerado bajo su piel. Todo era cálido, intenso, verdadero.
No hicieron falta palabras.
Los gestos lo dijeron todo: los suspiros, la respiración entrecortada, los dedos que se buscaban con torpeza y ternura, los latidos que marcaban el mismo ritmo. Afuera, el viento movía las hojas, pero dentro solo existían ellos.
Cuando el sol terminó de alzarse, ambos permanecían recostados, mirando el techo de madera y escuchando el leve crujir de la cabaña. Isabella se giró, apoyando su cabeza en el pecho de Jonathan.
—Prométeme algo —susurró.
—Lo que quieras —respondió él sin dudar.
—Que si alguna vez volvemos a perdernos, vas a volver a buscarme. No importa el tiempo, ni el lugar.
Jonathan sonrió con ternura, besando su frente.
—No voy a perderte otra vez. Pero si el destino se atreve a intentarlo, juro que te encontraré… aunque tenga que atravesar el mundo entero.
Isabella cerró los ojos, dejando que su voz se grabara en su memoria. El amanecer los envolvía, bañándolos de luz, mientras el futuro —por primera vez— no daba miedo.
Porque ese fin de semana no era una huida.
Era el comienzo de todo lo que alguna vez soñaron.