El sol ya se había elevado por completo sobre el horizonte cuando Isabella despertó.
La luz se filtraba entre las cortinas, acariciando el borde de la cama y el rostro de Jonathan, que aún dormía a su lado. Su respiración era tranquila, casi silenciosa, y por un momento, ella se permitió simplemente mirarlo, memorizar cada trazo, cada gesto de serenidad.
Era la primera vez en mucho tiempo que lo veía así: sin la carga de la oficina, sin el peso de los rumores o de los secretos. Solo él, en paz.
Isabella se estiró suavemente, tratando de no despertarlo, pero él entreabrió los ojos con una sonrisa perezosa.
—Buenos días, bella dormilona —murmuró con voz ronca.
—Buenos días… —susurró ella, riendo suavemente—. No te hice café, aún no he podido moverme.
Jonathan giró hacia ella, acercándose hasta rozar su mejilla con la suya.
—No necesito café —dijo—. Tengo algo mucho mejor justo aquí.
Isabella rodó los ojos fingiendo fastidio, pero su sonrisa la traicionó.
—¿Siempre tan encantador por las mañanas?
—Solo cuando despierto contigo.
Ambos rieron, y por un momento, el mundo volvió a ser sencillo.
La cabaña olía a madera y a lluvia, los sonidos del bosque los envolvían con una calma que parecía imposible de encontrar en la ciudad. Jonathan se levantó primero, descalzo, con el cabello despeinado y una expresión despreocupada que a Isabella le pareció irresistible.
—Voy a preparar el desayuno —anunció, caminando hacia la pequeña cocina.
—¿Sabes cocinar? —preguntó ella, alzando una ceja.
—No mucho, pero me defiendo. ¿Te gusta el desastre?
Isabella rió, arropándose con la sábana mientras lo veía moverse entre los utensilios con una torpeza adorable.
El sonido del sartén, el aroma del café recién hecho y el murmullo del viento entre los árboles crearon una atmósfera casi irreal.
Cuando sirvió los platos —una mezcla improvisada de huevos, pan tostado y frutas—, ambos se sentaron frente a frente junto a la ventana.
Desde allí, el bosque parecía infinito.
—¿Has pensado en lo que viene después? —preguntó Isabella, rompiendo el silencio.
Jonathan la miró con calma.
—Sí. Y no pienso volver a dejar que Marcus, ni nadie, controle lo que hacemos. Quiero comenzar de nuevo, pero esta vez… contigo a mi lado.
Isabella se quedó en silencio unos segundos, observándolo con esa mezcla de amor y temor que la acompañaba desde que todo comenzó.
—¿Estás seguro? Si hacemos esto, no hay vuelta atrás.
—Lo sé —respondió él, tomando su mano—. Pero si algo aprendí de todo lo que pasó es que no quiero una vida donde tú no estés.
Ella bajó la mirada, sonriendo con timidez.
—Eres demasiado bueno diciendo lo correcto.
—No. Solo soy honesto cuando estás tú —contestó él, besando su mano.
El resto del día transcurrió sin prisas.
Salieron a caminar por los senderos, riendo, tomándose fotos con sus celulares, compartiendo historias que nunca antes se habían atrevido a contar. Jonathan habló de su infancia en Boston, de los sacrificios que lo llevaron a donde estaba. Isabella, de su madre y del miedo que siempre tuvo a no ser suficiente.
Cada palabra, cada mirada, los acercaba más.
Al caer la tarde, se sentaron frente a la chimenea, envueltos en una manta. Jonathan la abrazó desde atrás, apoyando su barbilla en su hombro.
—¿Sabes? —susurró él—. Hace meses no imaginaba poder tener un momento así. Pensé que todo se había acabado.
—Y sin embargo, aquí estamos —dijo ella, entrelazando sus dedos con los de él—. A veces las segundas oportunidades llegan cuando uno deja de buscarlas.
El fuego iluminaba sus rostros, y afuera comenzaba a llover otra vez, suave, constante, como si el cielo los acompañara.
Isabella giró un poco, quedando frente a él. Lo miró fijamente, con la ternura que se reserva solo para quien se ama sin reservas.
—Jonathan… gracias por quedarte. Por no rendirte.
Él le acarició el rostro con el dorso de los dedos, despacio.
—No podía hacerlo. No después de haberte encontrado.
El silencio volvió a envolverlos, pero no era vacío; estaba lleno de lo que no hacía falta decir.
Esa noche no hubo promesas nuevas ni planes precipitados. Solo la certeza de que lo peor había quedado atrás.
Cuando Isabella se quedó dormida sobre su pecho, Jonathan la miró largo rato, y pensó que quizá la felicidad no era algo que se perseguía… sino algo que se construía, lento, día a día, con la persona correcta.
Y esa persona, lo sabía con absoluta claridad, era ella.