La lluvia no había cesado desde el anochecer.
El sonido constante del agua golpeando el techo de la cabaña se mezclaba con el crepitar del fuego en la chimenea, llenando el silencio de un ritmo casi hipnótico.
Jonathan estaba sentado junto a la ventana, con una copa de vino en la mano, mirando cómo las gotas se deslizaban lentamente por el cristal.
Isabella lo observaba desde el sofá, envuelta en una manta. Había algo distinto en el aire, algo que no necesitaba palabras para entenderse. Desde que llegaron a ese lugar, cada mirada, cada roce, cada gesto había construido un puente invisible entre ellos… y ahora, por fin, ambos sabían a dónde conducía.
—No puedo dejar de pensar en ti —dijo Jonathan con voz baja, sin apartar la vista del exterior.
—Entonces no lo hagas —respondió ella, apenas un susurro.
Él se giró, encontrando su mirada. En ese instante no existía el pasado, ni las dudas, ni las heridas. Solo ellos.
Se levantó despacio, caminando hacia ella, y cuando se detuvo frente al sofá, Isabella se incorporó. Nadie habló.
Las palabras ya no hacían falta.
Jonathan acarició su mejilla con cuidado, como si temiera que se desvaneciera ante él. Isabella respondió con una sonrisa leve, temblorosa, pero segura.
El fuego reflejaba luces doradas en sus ojos cuando él la besó.
Fue un beso lento, profundo, cargado de todo lo que habían callado por tanto tiempo.
Lo demás simplemente sucedió.
El tiempo pareció detenerse, y el mundo se redujo a la calidez del fuego, el sonido lejano de la lluvia, el tacto de su piel, y la certeza de que no había vuelta atrás.
No hicieron promesas esa noche.
No las necesitaban.
Lo que compartieron fue más fuerte que cualquier palabra: una entrega total, silenciosa, sincera.
Cuando la lluvia comenzó a menguar y el fuego se convirtió en brasas, Isabella descansaba recostada sobre el pecho de Jonathan. Sus respiraciones se mezclaban, tranquilas, acompasadas.
Él acariciaba su cabello con movimientos lentos, casi distraídos, como si quisiera retener ese instante para siempre.
—Nunca pensé que algo tan simple pudiera sentirse tan… correcto —murmuró él.
—No es simple —respondió Isabella con los ojos cerrados—. Es nuestro.
El silencio volvió a envolverlos, esta vez con una paz nueva.
Afuera, el amanecer comenzaba a asomarse entre las nubes, tiñendo el cielo de tonos suaves. Dentro, todo olía a leña, vino y comienzo.
Esa noche marcaría un antes y un después.
No porque algo terminara, sino porque, por primera vez, ambos supieron con certeza que se pertenecían.
Y en ese saber, encontraron la calma que tanto habían buscado.