ISABELLA
El último día en la cabaña amaneció con una luz distinta, como si el sol supiera que algo estaba por terminar… pero también a punto de comenzar. Me quedé recostada, escuchando el silencio del bosque, respirando la mezcla de humedad, madera y café que empezaba a llenar el aire. Jonathan estaba en la cocina, moviéndose con esa calma inesperada que había descubierto en él durante ese fin de semana.
Cuando entró de nuevo en la habitación, tenía dos tazas en la mano.
—Buenos días, bella —dijo, con esa sonrisa que todavía me hacía sentir como si me fuera a caer el estómago.
Me senté, dejando que la manta cayera un poco por mis hombros.
—¿Qué hora es? —pregunté, todavía adormilada.
—La hora justa antes de que el mundo vuelva a existir —respondió él, dándome la taza.
Me reí.
—Poético.
—Solo cuando estás tú —replicó.
Tomé un sorbo del café y dejé que el calor me despertara lentamente. Había algo dulce en la forma en que él se sentó junto a mí, como si todavía no creyera por completo que yo estaba allí, que lo que pasó anoche había sido real. La intimidad, la entrega, la manera en que su mirada cambió después… todo seguía flotando en el ambiente, cálido y silencioso.
—¿Quieres salir a caminar antes de empacar? —me preguntó.
—Sí —respondí sin pensarlo—. No quiero irme sin despedirme del lugar.
Traje su camisa puesta, grande sobre mi cuerpo, y Jonathan me miró con una mezcla de orgullo, ternura y algo más profundo.
—No te la quites nunca —susurró, tocándome el hombro.
—No la pienso devolver —respondí sonriendo.
Salimos al porche. El bosque estaba húmedo, las hojas brillaban bajo los rayos del sol recién nacido. Caminamos sin prisa, sin necesidad de hablar, con nuestras manos entrelazadas como si siempre hubieran pertenecido juntas. En un punto del sendero, Jonathan se detuvo detrás de mí, rodeándome con sus brazos.
—No quiero que esto termine —murmuró contra mi cuello.
—No termina —respondí, girándome para verlo—. Solo cambia de escenario.
Él acarició mi mejilla, y lo vi respirar hondo, como si quisiera llenarse de valor antes de decir algo.
—Lo digo en serio, Isabella. No quiero volver a Seattle y fingir distancia. Ni fingir que no eres… lo que eres para mí.
Mi pecho se encogió.
—Entonces no finjamos nada.
—¿Así de simple?
—¿Por qué no? —pregunté, sonriendo—. Ya sobrevivimos a todo lo difícil.
Jonathan soltó una risa suave, incrédulo.
—Prométeme que si las cosas se ponen complicadas… no vas a huir.
—Solo si tú prometes hablar antes de encerrarte en tu oficina.
—Trato hecho —dijo, acercándose para besarme.
El beso fue lento, firme, una especie de pacto silencioso.
Cuando regresamos a la cabaña, empacar fue casi triste. Cada objeto, cada rincón, parecía guardar un secreto de ese fin de semana. Jonathan me observó guardar mis cosas con una mirada detenida, como queriendo conservar cada detalle en su memoria.
—¿Lista? —preguntó finalmente.
—Lista —respondí, aunque mi voz tembló un poco.
Él lo notó, claro.
—Volveremos cuando quieras —dijo, tomando mi maleta.
Y justo así, sin dramatismos, dejamos la cabaña atrás.
JONATHAN
El camino de regreso a Seattle se sintió más corto que nunca. Tal vez porque pasé la mitad del tiempo mirándola de reojo, tratando de asegurarme de que no se arrepentía de nada. Isabella tenía la ventana entreabierta, dejando que el viento jugara con su cabello mientras sonreía con una paz que rara vez había visto en ella.
—Deberías ver cómo te ves ahora mismo —le dije.
—¿Despeinada?
—Feliz. Y no quiero que eso cambie.
Ella me miró, seria pero suave.
—No va a cambiar, Jonathan. No si estamos juntos en esto.
No sé por qué, pero esas palabras me hicieron sujetar el volante con más fuerza, como si de pronto hubiera entendido la magnitud de lo que estábamos haciendo. No era una aventura. No era un impulso. Era una decisión.
Cuando entramos en la ciudad, las calles, los edificios, las luces… todo parecía más ruidoso que antes. Isabella soltó un suspiro.
—La cabaña parece a años luz de aquí.
—Lo sé —respondí—. Pero la calma que sentí allá… tiene que existir también aquí. No voy a permitir que nada ni nadie vuelva a meterse entre nosotros.
Ella deslizó su mano hacia la mía.
—Entonces vamos a construir algo que aguante. Aunque Seattle no nos lo haga fácil.
Quise besarla ahí mismo, pero el semáforo cambió y tuve que avanzar. Solo apreté su mano con fuerza.
Cuando estacioné frente a su edificio, el ambiente cambió. No porque algo estuviera mal, sino porque los dos sabíamos que lo que venía ahora era real. Afuera, la gente caminaba sin saber que nuestras vidas acababan de dar un giro.
Isabella abrió la puerta, pero antes de bajar se detuvo y volvió hacia mí.
—¿Quieres subir? —preguntó despacio.
—Solo si estás segura.
—Jonathan… —dijo, sonriendo—. Después de este fin de semana, estoy segura de todo.
Subimos juntos. Su departamento estaba igual que siempre, pero se sentía distinto. Tal vez porque ahora había espacio para algo más que dudas.
—Te extrañé aquí —dije, dejándome caer en su sofá.
—Estuve fuera dos días —se rió.
—Lo sé, pero… es diferente cuando sabes que algo cambió.
Ella se acercó, se sentó en mis piernas y me rodeó el cuello con sus brazos.
—Entonces acostúmbrate —susurró.
La besé. Lento, profundo. No como la noche anterior, sino como un comienzo.
—Mañana volveremos a la oficina —dije contra sus labios—. Y voy a tomar tu mano antes de entrar.
—Jonathan… —rió, nerviosa.
—Y si alguien pregunta, diremos la verdad.
—¿Estás seguro?
—Estoy seguro de ti.
Isabella apoyó su frente contra la mía.
—Yo también estoy segura de ti.
Nos quedamos así, abrazados, escuchando el ruido lejano de la ciudad filtrarse por la ventana. Y por primera vez desde que todo empezó, no tuve miedo del futuro.